Mujeres de verdad


Elizabeth Jiménez Núñez_ perfil Casi literal¡El espejo se revienta! La vejez sucumbe y parece que la primera condenatoria la decanta el reflejo. Mirarse como un ejercicio o —mejor aún— como un buen oficio de auscultación. La juventud y la vejez se ven enfrentadas a una serie de dudas abrumadoras. Hace unos años estaba en la presentación de una semblanza. Después del monótono evento hubo una pequeña recepción. Dos mujeres conversaban, un inmenso espejo las acompañaba. Yo estaba a unos cuantos pasos pero me acerqué más. A veces la curiosidad nos va empujando con cierto disimulo, despacito nos susurra algo al oído.

Estaba con mi copa de vino tinto en mano, de esos vinos que vienen en caja y saben a rayos, porque —dicho sea de paso— las actividades culturales siempre se dan en horas clave donde el estómago reclama y uno se hace tragado el vino como si fuera agua en el desierto, por lo que cualquier alimento crudo o cocinado es bienvenido. Las mujeres empezaron a hablar porque algo las acercó, seguramente fue el espejo. Una de ellas era muy joven y hermosa, la segunda estaba en sus setenta. La mujer mayor tenía la primicia del reflejo, el espejo de la juventud frente a sí misma y el reflejo de la vejez atacándole intempestivamente, todo en un instante. Yo, por mi parte, tenía a las dos mujeres para mi laboratorio de observación espontánea y también mi copa de vino.

Se notaba esa fricción que se convierte en una escena de película, esa imagen totalizante que nos entrega la comunicación con sus eternas paradojas. Alcancé a oír que la jovencita le decía a la mujer mayor que había tenido la oportunidad de leer uno de sus artículos de periódico, sería periodista —pensé—, eso no lo sabremos nunca. De repente la mujer mayor le preguntó cuál de todos los artículos y ella le respondió que el que se titulaba «Mujeres de verdad». Lo recuerdo perfectamente —dice la joven—: una mujer despampanante con una cabellera abundante, labios gruesos y rojos, ojos limpios con cierto brillo y un dejo de perfección. Es que, casualmente, la observadora con vino en mano, es decir, la que cuenta esta historia, veía siempre en carretera la gran valla publicitaria con el slogan ¡Mujeres de verdad!, esa valla de la cual hablaban esas dos mujeres.

La mujer joven le comentaba la importancia de su artículo precisamente porque evidenciaba la violencia discursiva detrás de esa imagen estéticamente elaborada para imponer la perfección a la cabeza de los valores femeninos.

El aspecto de la columnista cambió e incluso dejó de verse repetidamente en el espejo. Le perdió interés a su propio reflejo y empezó a interesarse por «La mujer de verdad» que tenía frente a sus ojos. Empezó a entender que detrás de esa belleza juvenil existía un nudo de cuestionamientos y de sentimientos; en otras palabras, se sintió acuerpada. No valía la pena seguir en un camino de comparaciones frívolas. Ya estábamos, de por sí, ante el embate de la frivolidad como decálogo de convivencia social: no sentir, no sufrir, no imaginar más allá de lo imaginable, vivir de lo inimaginable… esas ficciones absurdas que nos colocan en el precipicio. La imperfección es cosa de algunos, la mayoría de carne y hueso.

Ahí es donde entra la trampa es donde nos colocamos en el espejo de las otras: las que parecen tener las claves para el mal llamado «ideal femenino», esa aceptación grosera de estándares de peso, tipos de corte de cabello, líneas a seguir. Porque la gran confusión deviene cuando el bombardeo de lo «estéticamente correcto» no es más que el abismo donde caemos todos —las parejas jóvenes, las parejas viejas, las parejas del mismo sexo, los solteros, las solteras, las viudas, los viudos—: en ese imaginario plagado de telarañas conceptuales. Porque entonces esas mujeres estructuradas para ser «objetos admirados», esas que se dirigen a la perfección estética, viven ficciones y torturas mentales y se convierten en un reflejo descontextualizado.

Así es que, después de mi último sorbo de vino, sentí que el espejo había sido cubierto por un hermoso velo negro donde ya no existía rivalidad, sino dos mujeres exquisitas y hermosas que habían participado de la fiesta de la vida, la entrega genuina y empática, la complicidad de compartir el mismo sexo, con arrugas, imperfecciones, sin resentimientos ni condicionamientos. Ya no estaban atrapadas.

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