Juguemos a las muñecas


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal.jpgDrama es una de esas extraordinarias palabras con demasiados significados, pero la manera más recurrente en que la usamos tiene poco que ver con el teatro y mucho más que ver con las emociones en la vida real. Desde que tengo memoria, «dramática» ha sido el adjetivo que otras mujeres y yo recibimos cuando queremos expresar nuestras ideas y sentimientos. Por otra parte, «muñeca» es el cumplido que le haces a una mujer que jamás te molesta con esas menudencias y se ocupa de entretenerte la vista.

Cuando la gente entra en el extenuante discurso sobre lo que nos distingue de los animales, la primera evidencia suele basarse en nuestra complejísima capacidad de calificar emociones y procesarlas como sentimientos a través de la lógica. Lo llaman «consciencia», «alma» o más llanamente «humanidad». Suelo escuchar que las emociones deben ser controladas, contenidas o ignoradas, que son una amenaza para la brillante lógica del tercer chimpancé y el cenit de toda su vulnerabilidad. Por eso tampoco me sorprende que las mujeres hayamos ganado la atribución machista de ser «emotivas», «sensibles», «soñadoras», «románticas», «exageradas», «melodramáticas», «neuróticas», «ridículas» y por favor terminen esta lista por mí. Crecemos con la urgencia de no llorar, no enojarnos y nunca, nunca admitir el dolor. Irónicamente, se nos insta a ser menos humanos para ser mejores humanos.

Leí el décimo capítulo de La república hace 10 años. Como suele suceder cuando leemos un texto antiguo, se me hizo absurdamente primitiva la glorificación de una sociedad sin arte, o bien, sin la capacidad para experimentar la emotividad a través del arte. Pero al mismo tiempo pensé que esa es precisamente la manera en que tratamos todo lo pertinente a nuestras emociones: como algo sucio, vergonzoso y reprobable. Algo así es nuestro concepto de todo lo femenino, con sus manchas de lágrimas y sangre menstrual.

A manera de mi propia caverna platónica me eduqué en las doctrinas y deberes de la mujer a través de mis muñecas: las historias escandalosas e improbables que creaba con ellas me sugerían poco a poco la profundidad de los sentimientos que llegaría a entender cuando fuera mayor. Y la razón por la que amaba esas breves ficciones, sí, totalmente «dramáticas» era porque me permitían la libertad de decir y actuar con total sinceridad.

Ya es ridículo que tengamos esta fijación tan tóxica con la emotividad. Nuestra euforia, ira, miedo y miseria son tan nuestras como las uñas y pestañas. Al fin y al cabo, nuestra identidad es solo la contemplación y memoria de todo cuanto nos ha conmovido. Francamente, quisiera ver a más niños jugando a las muñecas. Y a pesar del estigma que prevalece entre la feminidad y emotividad, persevero en la necedad de decir exactamente lo que pienso y siento: estoy hecha de dolor, no de porcelana.

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