Monólogos de invasión telefónica


Javier Stanziola_ Perfil Casi literalLas cosas eran diferentes en 1989, hijo. Esas kilométricas videoconferencias semanales que mantienes con tu abuela te hubiesen costado el monto de una hipoteca ese año de luto panameño. ¡Imagínate! Antes las llamadas normales —esas que solo transmiten voces cortadas por cables enrollados en plástico— eran a dos o tres dólares el minuto, si tenías el plan Privilegio Plus.

En 1989 yo vivía en Miami, exilado, escondido, huyendo de los golpes que se daban los vasallos leales a los militares, los vendedores de cocaína, los civilistas blanquitos y los gringos que los manipulaban. Llamar a mi madre, a tu abuela, para contar chismes era un lujo que me reservaba para cada otro domingo. Por eso, esa noche de solsticio de invierno, cuando los gringos cubrieron la ciudad de Panamá de helicópteros y de armies enlodados, me tocó usar un cuara yoyo para llamar a mi mamá. Quería compartir con ella la alegría y orgullo que trasmitía la voz del reportero del Breaking News de CNN anunciando «intervención militar en Panamá», la guerra de liberación que anunciaron por más de mil días.

Así que busqué una moneda de veinticinco centavos gringa, un cuara, un hilo de coser delgado y una rueda de cinta adhesiva. Con mis herramientas de hacker de fin de siglo, salí de mi apartamentito en Kendall y me fui a buscar un teléfono público. (Sí, hijo, sí sabes cuales son esos teléfonos. Los has visto como adornos por las calles de Londres para turistas en búsquedas inútiles de íconos británicos. En 1989, esas tragamonedas estaban en cada esquina de las ciudades de casi todos los países. La de aquella noche estaba a una cuadra de mi apartamento). Descolgué el teléfono y asegurándome de no tener testigos tomé el cuara y lo enrollé con el hilo de coser, cubriéndolo con un suspiro de cinta adhesiva en cada cara de la moneda y procurando dejar una larga cola al final del enlace. Lista el arma, disqué los diez o veinte números que me conectarían a mi madre. La voz de la gringa, la operadora en versión temprana de inteligencia artificial, me anunció que debía depositar cinco dólares. Con mucho pulso, introduje mi cuara yoyo en la ranura del teléfono y lo dejé caer justo hasta que tocase la palanca que le hace creer a la cajita tonta que le ha entrado dinero. Con la cola del hilo retraía la moneda para no dejar que mi dinero se perdiese en la cuenta offshore de los monopolios ochenteros. Ahora solo debía cuatro dólares y setenta y cinco centavos, y repetí el atrevimiento diecinueve veces más hasta que la voz de la operadora me indicó que esperase un momento, que la llamada estaba siendo conectada.

Con el cuara yoyo en el bolsillo esperé a que mi madre, mi hermano, quien sea, contestase. Luego de segundos de angustia —¿habrán muerto? ¡Malditos gringos, que no se metan con mi familia!— mi madre contestó. Yo no la dejé que hablase y compartí con ella lo que escuché de la CNN, «por fin los gringos nos liberaron de los militares narcotraficantes». Pero mi mamá no compartía mi alegría, «estamos debajo de la mesa, aletazos de helicópteros en tierra, lanzafuegos en el cielo». «Pero, ¿estás contenta?», pregunté, intentando expulsar ese drama de Lupita Ferrer en los Hijos de Sánchez que traía encima. Ante su silencio, colgué el teléfono.

La CNN, NBC, CBS y el bonachón del presidente Bush nos explicaban día tras día, hijo, que los disparos, las bombas, las llamas solo duraron un par de horas, una sola noche.  Yo le explicaba todo esto a mi mamá, con otro cuara yoyo en el bolsillo, pero ella seguía mostrando claras tendencias comunistas y solo repetía, «el Chorrillo es solo ruinas, 5 mil hombres detenidos arbitrariamente, 18 mil personas sin casa. Hay hambre en la calle».  «Tanta desinformación solo se elimina con la verdad», pensé y le respondí «¿Cómo va a haber hambre en Panamá si Estados Unidos ha prometido un billón de dólares (mil millones, en español terco) para apoyar el crecimiento del país?». Otro silencio maternal, otra nota de CNN que explicaba que en menos de un mes los armies habían logrado su objetivo: el militar narcotraficante estaba en manos de la justicia gringa. Tan eficientes los gringos, como siempre.

Otro cuara yoyo, más desvarío, «¿te acuerdas de Dionisa Castrellón?», me preguntó mi madre, «la vecina del residencial 15 Piso. Los armies dicen que escucharon disparos en el último piso y su trabajo es protegernos. Uno de los proyectiles llegó a la cocina de Dionisia y siguió su curso hasta destruirle las piernas y los intestinos. Siempre tan efectivos los gringos, con ese mismo proyectil hirieron al hijo de Dionisia, lastimaron a su hermano, prendieron su apartamento en llamas». Anticipando mi respuesta, mi madre agregó: «Ya los gringos dijeron que han escuchado los rumores, Pero no hay asistencia para daños colaterales. Ellos desconocen qué se siente pedir perdón». En ese momento, hijo, quise responderle a mi madre con lo que había escuchado tantas veces de la colmena civilista: «¿Hasta cuándo íbamos a aguantar limpiarnos el culo con las manos y comer el pan con moho que nos servía la dictadura de Noriega? Era esto o más permutaciones militares», pero decidí callarme.

Otro mes, otro cuara, otra llamada. (Sí, hijo, la lista es larga. 202 civiles panameños, 314 militares panameños asesinados. Y ese es solo el recuento de los daños que los gringos admiten, pero sin admitir culpabilidad por falta de evidencias. La cuenta que llevamos los panameños ya va por los 2 mil muertos, y llevamos la evidencia quemada en la espalda). Esta vez al otro lado del teléfono estaba mi hermano en un monólogo sobre campos de refugiados con miles de desamparados del Chorrillo y fosas comunes con diez, cincuenta, cien panameños, todo en nombre de la salud pública. Yo me desconecté de lo que escuchaba para recordar la nota de prensa redactada por el Departamento de Estado gringo y leída por una cara bonita en CNN, pero mi hermano insistía: «Uno de ellos murió mientras llevaba a un grupo de amigos al hospital. Los soldados gringos, nerviosos, rabiosos, aburridos, militares al final de cuentas, le dispararon 38 veces gritando «Salam, salam, salam». La familia tuvo que ir a buscarlo a una fosa común en el Jardín de Paz y encontrarlo con su cráneo destruido, hueso blanco entre el lodo». Lo interrumpí para explicarle, pobrecito, tan joven mi hermano, envenenado con la educación panameña diseñada por militares, que nuestro presidente electo, Endara, había autorizado la intervención de Bush y que los gringos prometían privatización, inversión extranjera, más empleos. «¿A qué precio democracia y crecimiento?», arremetió mi hermanito, «Cerca de la casa, cinco hombres fueron detenidos por los armies. Mientras los interrogaban, se escuchó una explosión al otro lado de la ciudad y sin mucho protocolo un army se convirtió en juez, jurado, testigo y todo, y decidió que los cinco que tenía enfrente pagarían culpas ajenas. Uno de ellos sobrevivió a los disparos, desafiando e hiriendo la eficiencia gringa. El army, viendo vida en los ojos del panameño, ordenó otra descarga. Esta vez mortal».

Las cosas eran diferentes en 1989, hijo. Pero los humanos seguimos siendo lo mismo. Los noticieros gringos siguen publicando fake news y los pobres siguen siendo un cuara yoyo que las élites enrollan a su conveniencia. Hace unos días, Bush, el presidente gringo que ordenó la masacre del Chorrillo en Panamá, el que invadió no por un día sino por meses a tu país, el que alimentó al dictador Noriega hasta que el caradepiña le mordió la mano, murió una muerte plácida, sin pagar por sus crímenes de guerra. Los noticieros gringos lo celebraron como un gran patriota, y el gobierno panameño publicó un comunicado transmitiendo su más sentido pésame, compartiendo su anhelo de que la fortaleza que caracteriza a la familia Bush y al pueblo estadounidense les permitiese superar este momento de dolor.

Hasta hoy, hijo mío, ningún gobierno panameño del periodo post-invasión ha tenido la fortaleza para consolar a los familiares de las víctimas panameñas de la guerra que los llevó al poder. Ninguno ha querido aceptar oficialmente que el 20 de diciembre es día de duelo nacional.

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