Arqueología del puchito


Apenas iniciada la revuelta social en Nicaragua en abril de 2018, un amigo me decía vía mensajería de texto: «Salgo mañana para Cuba». Fugaz e ingenuamente generaba al instante en mi cabeza una historia de conspiraciones imposibles de la que mi amigo era coprotagonista; en mi delirio había campos de entrenamiento clandestinos, escuelas de cuadros, trasiego de armas. La confusión, sin embargo, duró menos de un segundo; en la pantalla de mi celular aparecía pronto el complemento aclaratorio: «Voy de vacaciones con una agencia turística». Tardé todavía algunos días en comprender el carácter espontáneo ­—y desorganizado— de aquellos acontecimientos que pusieron de cabeza al país entero y desencadenaron un proceso que continúa aún en marcha.

Se podrá quizá comprender mi súbito enredo si consideramos los lazos que han unido, unos más visiblemente que otros, las luchas sociales cubana y nicaragüense desde por lo menos mediados del siglo XX. Se sabe, por ejemplo, que en junio de 1959 hubo un intento de establecer focos guerrilleros en el norte de Nicaragua con el fin de derrocar a los Somoza, acción que recibió el apoyo del entonces recién estrenado gobierno revolucionario cubano. De modo tangencial, este evento es referido en uno de los cuentos que integran El patio de los murciélagos, de Luis Báez. Y en términos generales todo el libro, publicado en 2010 por la costarricense editorial Uruk, puede leerse como un interrogatorio que este ya no tan nuevo siglo le hace a su predecesor.

Báez, que nació en Managua en 1986, organizó este su primer libro en tres secciones («Los huesos», «La sangre», «El fuego») con tres piezas narrativas en cada una. Avanzando de la primera a la última de sus 128 páginas, nos ubicamos desde un presente más o menos realista —aunque sórdido— en los primeros años del siglo XXI nicaragüense y vamos hundiéndonos hacia el pasado, con una sensación de asfixia, pero también de urgencia —y de tristeza—, pasando por episodios relacionados con la Revolución Sandinista de los ochenta y la lucha insurreccional de la década anterior, hasta acabar en uno de aquellos primeros movimientos armados antisomocistas.

Jóvenes de la urbanidad novomilénica —pacífico-mestiza— nicaragüense, desesperanzados y en crisis, comparten páginas con un boxeador devenido político en sus últimos minutos de vida, combatientes populares en las últimas horas del somocismo, milicianos alfabetizadores sandinistas o exguardias somocistas levantados en contra del tirano. Todos personajes marginales revelados como desechos de un sistema social que no admite disidencias, pero cuyas vidas, en su aparente intrascendencia individual, configuran una cierta antropología de lo minúsculo, una arqueología del puchito que va acumulándose en las tuberías putrefactas de esa colección de hechos infames que nos gusta llamar Historia Patria. Tuberías que acaban reventando cuando nadie se lo espera.

Leer hoy estos cuentos de Báez, más allá del placer estético que me generan, me lleva a preguntarme si acaso no habría sido mejor que los prohombres que han intentado volver a forjar la nación nicaragüense a punta de bala y un par de ideas fuertes desde mediados del siglo pasado hubieran ido, como mi amigo aquel, nada más a turistear a las Antillas (y otros lugares). Pregunta tonta, por supuesto. El entramado social se va tejiendo a pesar de nuestras voluntades. Queda, tal vez, recordar las palabras del periodista que, en «De sangre y hermanos», narra la historia de un chico de 17 años, colaborador de los guerrilleros sandinistas, asesinado por la Guardia Nacional de Nicaragua en 1978: «Con un niño muerto tan cerca, pensar en nación y revolución es algo morboso, ¿no?».

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