¿Para qué leemos?


Lahura Emilia Vásquez Gaitán_ Perfil Casi literalSiempre me ha parecido cuando menos graciosa la idea de erudición que gira alrededor de quienes son lectores asiduos. Abundan los epítetos: «¡Qué inteligente debe ser, se ve que lee mucho!» Contabilizar los libros que se leen se ha convertido en una moda que pareciera describir cuánto valemos ¿Qué podría encerrar una estadística como esa? Aunque aún no lo descifro, no es difícil intuir que no solo se trata de valorar lo que se «sabe» o cuán docto puede ser alguien a partir de este número. Creo que en la mayoría de veces se trata de poder presumir lo que somos —o más bien, lo que creemos que somos— a través de una magnitud cuantificable.

Leer 365 libros al año puede darle superioridad intelectual a quien los lee, pero de ahí a pensar que lo más importante que puede hacer alguien en su vida es acumular libros leídos es restarle importancia al acto de vivir. No hay actividades superiores o inferiores y cuando estas sirven para ponernos en un pedestal que solo sirve para nutrir nuestro ego y ver a los demás hacia abajo, podrá haber miles de lecturas pero falta hará todavía de las necesarias: las que nos enseñan que leer nuestras experiencias y a nuestros semejantes —y, en general, aprender a leer la vida— es un talento especial y vital mucho más necesario que leer cientos de páginas a diario.

Cuando promovemos en los niños la idea de leer para ser «bien inteligentes» trasladamos a sus mentes genuinas, limpias y transparentes las retorcidas aspiraciones del ego de nuestro cerebro adulto y hacemos desaparecer de ellos cualidades que naturalmente poseen: sentido del disfrute, la imaginación, la pasión por el descubrimiento. Como hámsters los subimos a una calesita de la que nunca saldrán: nunca será suficiente porque nunca se alcanza el top de la inteligencia, erudición o conocimiento. Siempre habrá alguien mejor.

Si nuestras aspiraciones al leer tienen que ver implícitamente con la superioridad estamos primando la vanidad; y esta, así sea intelectual, no sirve para nada.

Deberíamos reivindicar el placer de leer por otras razones; motivos que, aunque no resuenen tanto, son muy valiosos y significativos. Leer para descubrir los maravillosos e infinitos mundos que se encuentran en los libros. Leer por la posibilidad de mirarnos, retratarnos y enamorarnos de personajes que nunca tendremos la posibilidad de conocer y que existirán tan solo en nuestra mente. Conversar con personas que se desaparecieron hace años pero que aún nos cuentan cómo era el mundo —o al menos cómo lo veían— hace cien, doscientos, tres mil años. Decirles que para muchos nuestra soledad acabó cuando tuvimos un libro entre las manos.

Leer debe ser una experiencia personal que nos sacuda, nos enseñe, nos conecte, nos despierte el sentir, las emociones, los deseos. Cuando la lectura solo sirve para que tengamos una ortografía perfecta, una buena redacción, un vocabulario fluido y conocimiento de cultura general, hemos abaratado al más bajo precio uno de los actos humanos más hermosos: la posibilidad de aprender de seres magníficos que nos han heredado lo más valioso que pudieron tener en sus vidas: su experiencia.

Para que el ejercicio de leer valga la pena debe ser profundo. Debe tocar nuestras fibras más íntimas, debe cuestionarnos y, lo que es más difícil, debería invitarnos a cambiar. Un verdadero ejercicio de lectura debería transformar aunque sea una de las fibras internas que componen nuestro ser. Una buena lectura no nos puede dejar siendo los mismos y dudo mucho que eso se logre con la lectura express, aquella que se basa en acumular números y hacerlos cada día más grandes.

Leer para compartir historias de vida, desamores, desaciertos y desencuentros. Leer para comprender por qué la realidad siempre supera la ficción. Leer para divertirnos con familias que se confabulan para asustar al fantasma que debió asustarlos. Leer para conocer, conmovernos hasta las lágrimas y descubrir que siempre puede haber una mejor versión de nosotros mismos, que nunca seremos productos acabados porque el proceso de deconstrucción y evolución nunca acaba, así se tengan setenta años. Leer para superar nuestros prejuicios y entender que, para hacer el amor, lo último que se necesita es un semental tipo Marlboro y que con unas manos suficientemente educadas se logran maravillas indescriptibles. Leer para viajar, para conversar y darnos cuenta de que hace cien años existió alguien que pasó por nuestros mismos infiernos existenciales y recibió las mismas incomprensiones. Leer para recrear la historia: vivirla, sentirla y no olvidarla. Leer para entender la realidad y, a partir de allí, transformarla.

Dejemos a un lado las motivaciones vanas y no olvidemos que la vida —siempre mucho más generosa de lo que merecemos— nos está regalando miles de oportunidades para aprender. Convirtamos la lectura en un acto transformador de nuestro ser y tengamos siempre presente que la acumulación de libros leídos como una estadística sirve para muy poco. Y es que quizá esta sea la lectura más difícil —la que ni leyendo cuatrocientos libros al año se nos garantiza—: el valor más útil de leer estriba en la capacidad que podamos desarrollar para entender la vida y vivirla mejor.

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