Monseñor Romero como luz de la memoria


Darío Jovel_ Perfil Casi literal¿Cuánto habrá llorado ese día la patria? ¿De qué color se habrá teñido el cielo? El 24 de marzo de 1980 una bala puso fin a la vida de un hombre que realizaba una misa en el hospital de la Divina Providencia. Y sin saberlo el asesino material, intelectual o el chofer del automóvil en el que huyeron, a aquel hombre lo volvieron inmortal. Romero, ese era el apellido de aquel hombre que cayó muerto en el suelo de una capilla que hoy recibe halagos de los mismos que le juraron odio. Hablar de él es hablar de la historia de un país que no ha aprendido a leerse a sí mismo, es hablar de perdón, de memoria, de olvido y de impunidad.

En mi memoria está el 14 de octubre de 2018, cuando monseñor Romero fue proclamado santo por el Vaticano y los ojos del mundo voltearon a ver a un pequeño país en el corazón de las Américas. Saber y ser testigo de cómo una sola persona es capaz de levantar tantas pasiones es asombroso, pero ser consciente de que esa misma persona fue víctima de un crimen que lleva casi 40 años sin investigarse por parte del Estado salvadoreño es indignante. Por eso me gusta creer que cada vez que se celebra a Monseñor Romero también se celebra a esos miles de hombres y mujeres que fueron asesinados, secuestrados o abusados durante los años más oscuros en la historia de El Salvador y que la voz oficial decidió ignorarlos. Por ello me niego a creer en esos discursos que buscan politizar a un personaje cuyo mensaje se basaba en el humanismo más sincero que hay. Por ello me niego también a creer en la palabra de quienes desean reducirlo a una figura religiosa.

No soy católico y no puedo verlo como un santo, pero en personas como él esto es lo de menos, pues su obra trasciende a la caridad cristiana. Es una obra meramente humana y por eso cuando se habla se monseñor Romero no se habla de religión, de política o de ideologías. Claro, no se puede negar que vivió dentro de un contexto político, teológico y económico, pero reducir toda su vida a un mensaje religioso o político es querer colocarlo del lado de quienes hacen la historia y no de quienes la sufren, y fue con estos últimos con quienes verdaderamente estuvo hasta el final de sus días.

Por esta razón el legado de monseñor Romero trae consigo un debate mucho más profundo que izquierdas contra derechas o creyentes contra no creyentes ya que aborda a la condición humana en su expresión más pura, más allá de las barreras políticas o sociales. El verdadero debate es el de la memoria contra el olvido. La comisión de la verdad en un informe titulado: «De la locura a la esperanza: la guerra de 12 años en El Salvador», dirigido por el doctor Thomas Buergenthal, señalan a un culpable intelectual y a otro material, cuyos nombres que coinciden con la investigación hecha por la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos y que no pienso escribir aquí porque poco o nada importa quién haya sido el victimario, el motivo del crimen o, en última instancia, la víctima. El asesinato es un hecho deleznable en sí mismo, sin importar quiénes estén y las razones por las cuales estén involucrados.

Pero lo más indígnate es que, pese a la información brindada por dos organismos internacionales, el caso haya quedado en la impunidad. Otro gran sacerdote, Miguel de Hidalgo, cada vez que liberaba una de las cárceles de la Nueva España (las cuales solían estar llenas de indígenas y mestizos) decía: «Hijos míos, sean libres. Esta es su justica, no la nuestra». Y ceo que esa frase aplica a El Salvador, donde se permitió que asesinaran a nuestros poetas, doctores, académicos, artistas, estudiantes y héroes sin ningún castigo.

Ahora solo debemos conformarnos con sus estatuas. Alguna vez alguien dijo que la mayor vergüenza nacional sería que la selección de futbol no clasifique al Mundial, y ello puede decir mucho de las prioridades que se tienen como sociedad cuando no puede haber mayor vergüenza que no saber dónde está enterrado Roque Dalton, quién secuestró y mató a Archibald Garnerd y a Roberto Poma o tener al primer santo nacido en Centroamérica y que nuestros propios libros de historia no puedan decir quién dio la orden de su asesinato aun cuando es sabido por todos. Eso sí es vergüenza nacional.

No importa si un crimen es cometido por un ejército de derechas o una guerrilla de izquierdas, todo crimen es condenable y debe ser juzgado y castigado; pero en la tierra de la impunidad se ponen de acuerdo para fabricar leyes de «amnistía» con la excusa de no volver a abrir heridas del pasado, como si se pudiera volver a abrir una herida que nunca se ha cerrado, una herida en la memoria nacional.

A pesar de todo, El Salvador sigue siendo el país por el cual monseñor Romero dio su vida. No importa si la voz oficial se obstine en ignorarlo o difamarlo, a su gente jamás pudieron arrebatarle la luz de su recuerdo ya que fueron ellos quienes hicieron hasta lo imposible por llevarlo a unos altares. Aun con toda la política nacional y buena parte de la iglesia en contra, fue ese pueblo por el cual luchó hasta su último segundo en la tierra quien lo hizo santo en octubre del año pasado.

Por ello, por la memoria, por la justicia y la verdad vale la pena voltear a ver la figura de Romero y que esta sirva de inspiración para quienes creen mucho, para quienes creen poco y para los que solo queremos contribuir en la construcción de un país donde esas historias de secuestros y asesinatos no vuelvan a repetirse. Pues esa responsabilidad conjunta de moldear ese país con el que Romero soñaba es la única forma de redimirlo a él y a todos los que murieron soñando y creyendo lo mismo. Por ello es necesario preservar la memoria histórica, porque solo leyendo y conociendo nuestro pasado podemos crear un mejor mañana.

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