Sansón Carrasco y la ética quijotesca del público lector


«Carrasco es el prototipo del lector que disfruta de la literatura pero que no cree cabalmente en ella», dijo el escritor Alberto Manguel en el discurso de inauguración de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires en 2016. Y añadió: «No solo descree Carrasco de la capacidad redentora de la ficción, y de la posibilidad que esta ofrece a sus lectores de ser más inteligentes, menos egoístas, menos arrogantes, más compasivos, si no que obliga a Don Quijote a descreer también de ella».

En aquel discurso, Manguel se refirió principalmente a las élites literarias, a las academias e instituciones rancias que pretenden delimitar el impacto que la ficción puede tener sobre el comportamiento de la persona, y más atroz: determinar qué es «buena» o «mala» literatura.

Pero yo me atrevo a abrir más el alcance: Carrasco también es el símbolo de los lectores que no buscan, que no cuestionan, que no apoyan. El bachiller Sansón Carrasco es el blasón de los lectores pasivos.

Lectores pasivos

La revista salvadoreña Café irlandés lanzó a finales de febrero una encuesta informal en redes sociales para intentar comprender los hábitos de consumo de los lectores. De los votos, 980 derivaron en una serie de conclusiones bastante interesante sobre editoriales, canales de difusión y formas de compra.

La que más me sorprendió fue esta:

«Con los datos anteriores, podría parecer que el poco consumo de literatura nacional es culpa de los canales de distribución utilizados por las editoriales locales, así como la falta de prensa cultural en El Salvador. Pero lo cierto es que gran parte de la responsabilidad la tienen, al menos de manera inconsciente, los mismos lectores».

De hecho, desde el título de esa nota ya nos lo adelantaban: lectores pasivos. Sansones Carrascos. Y aquí el asunto ya está suficientemente delimitado: no estamos hablando de que los salvadoreños en general no leen. Estamos viendo que el problema es mucho más complicado: los lectores salvadoreños no están leyendo literatura salvadoreña.

En un fenómeno como este, la culpa no recae en un solo actor. Sabemos de sobra el desinterés sistemático de los planes educativos por enseñar literatura, especialmente la nacional. Sabemos del grave problema de los medios, tradicionales de pensar que son temas que no venden, y por tanto marginarlos. También conocemos que adolecemos de una industria editorial, y que por tanto la producción es escasa y marginal. Pero pocas veces se señala al lector.

El 2019, al menos hasta donde lo llevamos, ha estado cargado de actividades literarias. Se han presentado libros nuevos (Lados B, Nawat Mujmusta); colecciones (Andanzas y malandanzas, del proyecto editorial La Chifurnia); ferias de libros (en la UCA y la Biblioteca Nacional); se ha sumado un nuevo espacio literario —café— llamado La Zëbra, que se desprende de la revista literaria que lleva el mismo nombre; ha habido recitales poéticos, como los ya tradicionales Miércoles de Poesía en Los Tacos de Paco, otros en espacios gubernamentales como La Casa del Escritor, y otros en recintos alternativos, como La Galera Teatro.

He ido a la mayor parte de estos eventos, y, más allá de lo bueno y malo de los eventos en sí, el público escaso se mantiene constante.

¿Dónde está el público? ¿Dónde están los que creen firmemente que el arte es igual de importante que la educación formal[? ¿Los que creen que una novela construye ciudadanía con igual o mayor potencia que una clase de moral y cívica en primaria? Ya sé: no somos muchos. En El Salvador y Centroamérica no somos muchos los que creemos que no solo de pan vive el hombre, sino además de poesía. Pero es poca, poquísima gente la que asiste a estas actividades.

En esta misma revista, Lahura Emilia Vásquez afirmó que «cuando la lectura solo sirve para que tengamos una ortografía perfecta, una buena redacción, un vocabulario fluido y conocimiento de cultura general, hemos abaratado al más bajo precio uno de los actos humanos más hermosos: la posibilidad de aprender de seres magníficos que nos han heredado lo más valioso que pudieron tener en sus vidas: su experiencia».

La Literatura (en mayúscula) no solo es un placer estético, también es una forma de militancia, especialmente frente al mundo despiadado en que nos manejamos. Es, sobre todo, una actitud ante la vida, una forma de transformar aunque sea un poco lo que nos rodea.

Algunos me tildarán de idealista. Yo diría: mejor, quijotesco.

Como expresó Alberto Manquel: «Don Quijote insiste que el principal deber de un lector es actuar en el mundo con honestidad moral e intelectual, sin dejarse convencer por eslóganes tentadores y exabruptos emotivos, ni creer sin examinar noticias aparentemente veraces. Quizás ese modesto principio suyo pueda hacernos, como lectores en esta sociedad caótica en la que vivimos, más tolerantes y menos infelices».

¿Quién es Ricardo Corea?

 

 

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