La puerta a la eternidad número 4 (I)


Elizabeth Jiménez Núñez_ perfil Casi literalA destiempo vi la película sobre la vida de Freddie Mercury titulada Bohemian Rhapsody, lo hice solo pocos días antes de ver At Eternity´s Gate, película que retrataba los últimos días de Van Gogh. Todos alrededor mío sabían que había sido una injusticia imperdonable que Willem Dafoe no hubiera ganado el Oscar a la mejor actuación por su representación del pintor holandés y que en su lugar fuera Rami Malek por interpretar al cantante inglés. Aún no era una realidad circundante en mi vida esa discusión candente hasta que vi las dos actuaciones y alisté mi estructura de paralelismos. No es casualidad que uno de los directores cinematográficos de At Eternity´s Gate, Julian Schnabel, fuera pintor además de cineasta. La película no dibuja la versión oficial de los hechos, sino más bien una marginal que describe pinceladas en el camino de Van Gogh o acaso, más bien, una realidad ilusoria que quiere condensar las experiencias de un pintor-director con cierta madurez estilística, pero sobre todo, con la capacidad de convertir un rodaje en un inmenso cuadro con muchas imágenes integradas.

¿Cómo llegué hasta la sala de cine para ver At Eternity´s Gate? Por azar, curiosidad o bien por cansancio. Era un día atareado que decidí desacelerar yendo al cine de un pequeño centro comercial. Entré, vi la cartelera y ahí estaba “la puerta a la eternidad número 4”. Casualmente había dejado de pintar unas semanas atrás, realmente no sabía si iba a volver a tocar un pincel. El último cuadro que había pintado lo había diseñado en memoria de mi suegro, quién sin haber muerto para entonces había quedado imposibilitado de oír los tonos y las vibraciones de sus compositores clásicos favoritos. Había sido diagnosticado y desahuciado: cáncer fulminante. No solo fue perdiendo el oído, sino también la vista de forma muy acelerada.

Mi última pintura la había hecho inspirada en la letra de una melodía titulada Mein Heimatland compuesta por Hugo Bansbach, músico alemán y además padre de mi suegro. Mi pintura en acrílico fue dirigida por un pincel curvo que había descubierto entre los demás, el cual me dio la soltura de los trazos orientales, algo que no necesariamente tiene valor estético en sí mismo. El cuadro se convirtió en un conjunto de instrumentos musicales que remataban con una especie de útero marino donde la melodía con notas sueltas buscaba un destino en medio de la composición. El día que terminé de pintarlo, empecé a ver «culebritas», como suele decir mi mamá cuando la migraña la visita, solo para recordarle que «pintar duele». A ella, a mi madre, la recuerdo pintando sus acuarelas sobre una mesa de madera y utilizando hasta el último gramo de pintura en los tubitos que mostraban color. Por ejemplo: «Magenta 31». Y el movimiento era justo el del común de los mortales sacando las últimas gotas de pasta de dientes para desafiar la lucha como principio de escasez.

A un mes de la muerte de mi suegro me invadió una melancolía rara. Él tenía una sensibilidad particular: había estudiado en Alemania ingeniera tubular, arreglaba órganos y había dedicado parte de su vida a la tarea de recomponerlos en las distintas catedrales de Centroamérica. Siempre me conmovió la sensibilidad que tenía para apreciar y vivir la música clásica, un universo desafiante del cual se es o no parte. Estaba decidida a entrar en el cine para ver cualquier película, para estar conmigo misma por más de dos horas y media sin el ruido de «los otros», así que llegué a la función de los fantasmas, en la que tenía todas las butacas para mí sola. Nadie me acompañaba, solo mis monstruos y mis recuerdos; sin diferenciar entre unos y otros me sentí tranquila. De repente la primera imagen, esos paisajes tan particulares del sur de Francia. Ese barrido de cafés, verdes, azules y amarillos los recordaba bien, los había recorrido en 2011 en un continente que odié de entrada, ese movimiento en aquel bus que me llevaría a Niza con setenta personas más en una excursión bastante particular.

La ruta por Arles mostraba la búsqueda de luz. Es ahí donde el pintor realizó sus obras más destacadas en número y calidad. Según algunos estudiosos, es en el sur donde él deja atrás la crudeza y la inmadurez. Se dice que Van Gogh siempre había tenido en cuenta la rapidez de su creación. Su pintura «de golpe», según Ingo F Walther y Rainer Metzger en La obra completa-pintura: «La producción de golpe alcanza ahora su consagración: los japoneses dibujan de prisa, muy de prisa, como el rayo, porque sus nervios son más sutiles y su sensibilidad más sencilla (…). Van Gogh sabe que su peculiaridad ha sido conservada por la tradición milenaria de una cultura muy desarrollada; la antigua sospecha de que su tendencia a trabajar de prisa pretendía hacer olvidar su falta de talento pierde por tanto su fundamento. El trazo ágil se ennoblece para convertirse en la característica de un genio artístico sobrio y puro por su sensibilidad».

No es el título de gran maestro expresionista que le han dado, tampoco la búsqueda de sentido; no es la pluma, tampoco el pincel. No son los libros de dibujo, tampoco es Van Gogh en sí mismo. Más bien se trata de la historia marginal reconstruida por la sensibilidad de un pintor que a su vez dirigió diálogos y contenido gráfico dentro del universo cinematográfico, mostrándome algo más que a un personaje. Vincent Van Gogh y no Willem Dafoe fue quien  se sentó a mi lado mientras era consumido por su propio genio creativo, mientras luchaba con la visión del «otro» y el cuestionamiento implícito de la valía de su arte. Es la lucha interna la que me conmovió, el dolor que envolvió su creación, el artificio con el que se ha construido el «arte» después del verdadero arte que no contiene artificio alguno.

Es la soledad del camino que abre la puerta a una eternidad silenciosa, el camino solitario del artista. Esa entrega totalizante de quien no sabe hacer otra cosa y, en ese universo disímil, la locura acompaña, ensordece y asfixia, pero es esa misma locura la gran desencadenante de la ruptura: milagro de la creación. Para mí no es importante si sus contemporáneos lo superaron en técnica y composición; es algo que va más allá de las comparaciones estéticas y de las tragedias artísticas. Algo más lejano, algo que nos recuerda que aun con la destreza creativa el dolor y lo inevitable están antes y después de la creación.

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