¿Qué sucede después del crimen?


Esta es una pregunta que nunca nos planteamos y es quizá la más importante. Conforme los tiempos avanzan y las personas y el sistema judicial se encargan de proteger a los ciudadanos de conductas perjudiciales que atenten contra nuestra vida en sociedad, continuamos olvidando lo que sucede después de castigar la conducta nociva.

Idealmente, nuestra construcción democrática de estado debe ir dirigida hacia que a cualquier ciudadano se le facilite el acceso al sistema de justicia sin temor alguno y se le garanticen y respeten sus derechos. Sin embargo, aun cuando esta etapa sea perfectible y pretendamos transitar hacia un sistema progresista, son sus inmediatas consecuencias las que denotan una falla en nuestra forma de pensar y consecuentemente en el sistema que pretendemos construir.

El mito que hemos construido alrededor de la cárcel es uno de los más atroces y falaces: aquel que dicta que la prisión reforma a quien comete un crimen no solo ha servido para validar injusticias contra etnias y grupos sociales vulnerables, sino que nos ha permitido no volver a pensar en el problema, y de esta manera pretendemos que el círculo criminal se ha detenido, cuando en realidad continua muchas veces más voraz que nunca.

La prisión también sirve como una herramienta que aplaca nuestras conciencias, nos olvidamos de «los otros», aquellos que están encerrados, y lo más importante: suele servirnos para identificar a un enemigo. Esta es una de las razones por las que en la mayoría de países las personas que cumplen una condena y son puestos en libertad cargan toda su vida con un estigma, una mancha que va más allá del delito que cometieron, desde el más ínfimo al más grotesco. Esto ocurre porque en realidad no nos importa saber si existió una especie de lección aprehendida por quien delinquió, porque lo único que nos interesa es señalar para sentirnos diferentes.

Ciertamente la visión del «otro» es un discurso que reproducimos a diario, es un discurso peligroso que todavía nos cuesta reconocer, porque quienes realizan una conducta malvada no necesariamente son personas malvadas. Caer en cuenta de esta especie de paradigma nos obliga a confrontar no solo a la víctima, sino a los agresores y por lo tanto dirigir una mirada al problema y tratar de solucionarlo a diferencia de hacerlo a un lado. Tal y como lo señalan Angela Davis y Toni Morrison en una charla para la Biblioteca Pública de Nueva York, cuando somos incapaces de tratar los problemas que llevan a las personas a prisión, el ciclo se va a reproducir y una generación tras otra estará destinada a repetir los mismos problemas.

Sin importar cuántos años transcurran o cuántos kilómetros nos separen de una frontera a otra, continuamos arrastrando los mismos tabús cuando se trata de conductas delictivas y su abordaje, seguimos pensando que la solución definitiva radica en señalar las conductas que hoy sabemos erróneas. Continuamos quedándonos cortos en buscar únicamente formas de castigar, y no de mirar el problema directamente y procurar que no ocurra; comprenderlo, y no olvidarnos de él. Sabernos conscientes de que nuestra obligación también es con las personas en las prisiones, porque ahí radica la clave para intentar acabar con las conductas perjudiciales que nos afectan. Reconocer que son personas, y no delitos.

Deshumanizar únicamente nos lleva a una vorágine de la cual nos impide sentir empatía hacia otras personas, esto no significa que se deba añadir el componente del perdón, ya que este es un proceso íntimo de cada persona y poco tiene que ver con el tratamiento a una problemática social, pero la necesidad de ir más allá de lo que estamos acostumbrados en cuanto al tratamiento y el examen de conductas perjudiciales es algo que nos impulsa a mejorar nuestra convivencia y la de futuras generaciones.

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