El fetiche de la tristeza


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal.jpgCon muchísima pena admitiré lo siguiente: realmente me incomoda presenciar a un hombre adulto llorar. Sí, yo sé que es una emoción válida y humana que fue injustamente estigmatizada. También resiento que ese estigma no se deriva de una actitud legítimamente tóxica sino de una asociación indeseable con lo presuntamente femenino. Por aquellas mis desaventuras amorosas, unas cuantas veces he estado frente a un tipo que se retorcía cual plañidera mientras yo trataba de alivianar la situación. Comparto mis respuestas en orden creciente de inefectividad: monologar vagamente sobre Virginia Woolf, caminar nerviosamente a la salida con un tacón roto, ofrecer mi mano para un cordial apretón ejecutivo y cantar un cover de Mago de Oz.

Cuando era adolescente solía fantasear con un novio «sensible». No se trataba tanto de los gestos románticos sino de la posibilidad de exponer mi lado vulnerable. Por supuesto, yo era la clase de chica «única y diferente» que se creía superior porque le gustaban más los libros que los zapatos. Escuchaba a Evanescence y escribía poemas muy malos en últimas hojas de mis cuadernos, con palabras que nadie usa como etéreo, sosiego o frisón. No tardé en obsesionarme con chicos con más pretensiones artísticas que prospectos de futuro (o puntos de atractivo, confieso). Todas las historias de mis veintes iban igual: un tipo idealista y soñador pero incapaz de hallar su lugar en una sociedad desinteresada en el arte, la música, la literatura o la libertad. Y si suena como que estoy describiendo pobremente la trama de Rent es porque ese era mi modelo de madurez emocional.

El amor no murió de hambre, pero sí de indigestión. El problema de enamorarte de un personaje literario (o cuasi-literario) es que tarde o temprano te das cuenta de que su vida se termina cuando cierras la contratapa. Tú, por otra parte, has pasado demasiado tiempo tratando de reconciliar a tu amado genio creativo con el mundo como es, consolándolo y defendiéndolo en todos sus berrinches. Tarde descubres que su amargura ha contaminado todo lo que tienes y el ennui no es tan encantador como los poemas de Lord Byron ni tan mágico como las escenas de Goethe.

Colectivamente celebramos a la gente «brillante» por sus obras y originalidad, como si eso disculpara sus faltas, crímenes y abusos. Decimos que así son los idealistas: temperamentales y libres. Los protegemos con más adjetivos que argumentaciones. Por eso me causa mucha gracia la veneración enfermiza para los Van Goghs y las Pizarniks, los Kurts y las Marilyns. Antes pensaba que era una respuesta espiritual o proto-religiosa, pero ahora sostengo que tiene una razón aún más deprimente. Romantizamos a los enfermos mentales, a los suicidas y a los violadores porque nos hacen creer que nuestra tristeza nos convierte en algo más hermoso que patético.

A fin de cuentas, entender y sanar nuestras emociones fuera del arte es una tarea de esfuerzo. Y de paso requiere una valerosa humildad admitir que no estamos definidos exclusivamente por nuestros traumas y fracasos sino por las decisiones que tomamos diariamente. Es más fácil acomodarnos en una miseria byrónica, kafkiana o plathórica que trabajar en algo tan ridículo y necesario como la empatía o la felicidad. Esos, te dicen, son temas para la autoayuda y las religiones New Age. En cualquier caso, ambas opciones parecen un buen negocio, o cuando menos, una propuesta más consoladora para tu ex el soñador.

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3 Respuestas a "El fetiche de la tristeza"

  1. Marvin Ventura dice:

    Excelente!!!

  2. Victoria dice:

    Felicitaciones! Me gusta!

  3. Romualdo Ramírez dice:

    De todos los artículos que he leído en tu columna de este año –aclaro que apenas hace unas cuantas horas me he encontrado con tu discurso–, creo que es este, «El fetiche de la tristeza», el que más llamó mi atención. Básicamente, es atractivo porque no decís nada, así llanamente; no hay un mensaje satisfactorio –al estilo del proceso comunicativo clásico, al que por otra parte, estamos acostumbrados–, es decir, no alcanzo a aprehender la postura a partir de la cual quien escribe asienta su momento de contemplación, ese momento de meditación que culmina con la manifestación reflexionada de una serie de ideas; en cambio, sentí la premura del acto expresivo, donde, sin exageraciones pedantescas, llegué a escuchar tu voz contándonos, así como una especie de corriente de conciencia, la situación requerida. Eso, querida amiga, como dicen acá, en mi peque país donde me aconflicto, es lo cachimbón. Un discurso capaz de expresar la nueva sensibilidad posmoderna, tan cruelmente vilipendiada, es la tarea que vos has elaborado acá. Una prosa que no teme, pero a la vez neutraliza todo futuro conato de réplica, ya que no es apta para las nuevas heterodoxias –que de hetero no tiene mucho. No deja fisuras para descomponerlo, el mismo discurso, de forma automática, limita el rango de objeciones posibles. Una broma.

    La hipermodernodiscursividad al servicio de la nueva sensibilidad. Excelente. Por eso, le voy a pinchar a la palomita de recibir nuevas entradas.

    Saludos.

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