La banalización de la bondad


Alejandro García_ Perfil Casi literalA través de la historia contemporánea, y conforme abrimos discursos de progresismo que intentamos queden impregnadas nuestras sociedades, el retrato del bien continúa siendo una de las asignaturas pendientes en la literatura y en todas las formas artísticas que se nutren de ella. La veracidad con la que se recrean distintas formas del bien siempre se queda corta si la comparamos con las descripciones que se suelen hacer del mal.

El atractivo que seduce a los lectores a través de personajes oscuros, es decir, proclives a la maldad, simplemente parece estar lleno de un magnetismo que nos atrae ya sea por motivo de nuestra identificación vía la represión de deseos o simplemente porque a diario somos testigos de esa faceta destructiva que puebla el drama humano, y por lo tanto, nos parece más fácil reconocer los distintos grados de perversidad.

Por esta razón, las herramientas descriptivas que se utilizan resultan innumerables, siendo así que la acogida del público suele ser más sencilla porque se puede echar mano a los distintos miedos que convergen en cada generación para posteriormente ser explotados por los distintos antagonistas, y así, generar un efecto más cercano para con el lector; o simplemente recurrir a los eternos dilemas existenciales que yacen con cada uno de nosotros: muerte, poder, caos, sumisión etcétera.

Sin embargo, nuestra naturaleza antagonista siempre procura encontrar un balance que contrarreste esa pulsión hacia lo oscuro, y es en este detalle donde las construcciones del bien a menudo tratan de buscar alguna forma de seducir al lector o espectador, ya sea a través de historias de redención al estilo Dickens o por medio de un camino heroico-mesiánico que nos obligue a prestar atención al carácter bueno del personaje y nos distancie del hipnotismo que provoca el adversario.

La razón de la creación de este arquetipo de bondad que cargamos en nuestros imaginarios radica en que lo bueno no necesita el glamour de su contraparte porque simplemente es, no se forja encantos para atraer porque no los usa. Al demostrarse algo tan simple surge la necesidad de acompañarlo de una intrahistoria que logre llamar la atención, aunque en realidad no lo necesita porque la bondad misma es la esencia de lo bueno, de lo contrario no sería tan difícil describirlo y, por lo tanto, lograr la empatía de quien presta atención a la historia.

Conforme pasan los años, la estupidización de lo bueno o la irrelevancia de los sentimientos va en aumento. De lo cliché pasamos a lo absurdo sin que nos detengamos a pensar en que las construcciones de lo virtuoso a partir de sí mismas son necesarias para dar otro salto cualitativo dentro de la literatura, y en el impacto que se puede tener en los lectores al hacerles ver que, tal como la maldad requiere de artificios para buscar nuestra atención, lo afable y sensible se puede construir a partir de la misma cotidianidad que nos rodea; y por lo tanto, demostrar que no es necesario todo un viaje homérico para demostrar que la magnanimidad en sí misma resulta algo difícil de alcanzar y merece su mérito propio, permitiéndonos dejar atrás la banalización de la bondad.

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