El país que me inventé


Darío Jovel_ Perfil Casi literalEsta es la patria de los expatriados, un país que nació prematuro, que nació no nacido. Acá, en el corazón de la América más pobre, en la tierra que aún habla español en un mundo cuya historia se escribe en inglés, estamos por estrenar presidente. El 3 de febrero del presente año se rompió con el bipartidismo en el país, un hecho que es, por sí mismo, digno de una página en la historia. Pero ocurre que esta tierra tan extraña, tan llena de colores y contrastes, tan ausente de una esencia y que lleva casi dos siglos buscando una identidad nada se parece a aquella nación que dibujé en mi cabeza y no sé si en cinco años lo hará. Ni siquiera estoy seguro de que algún día llegue a parecerse.

Algo muy cierto es que, aunque el teatro nacional se parezca al teatro de La comedia francesa, el centro histórico de San Salvador sigue estando muy lejos de ser París (aunque ahora tenga luces); además, el cementerio de Los ilustres no es La Rocoleta de Buenos Aires, ni la UES la UNAM. Y no importa cuánto tiempo uno mire la casa presidencial: esa vieja casa club jamás será el Palacio de La Moneda de Chile; ni la batalla de Coatepeque —liderada y ganada por Gerardo Barrios— será tan gloriosa como la batalla de Puebla. Y, en definitiva, Alfredo Espino jamás será Neruda.

Ocurre que en septiembre —cuando aparecen las banderas y se canta un poema que un botánico y antropólogo le hizo al país para ganar un poco de dinero en un concurso, o sea, en esos días de lluvia cuando uno ve tan de cerca el escudo nacional con ese gorro frigio al centro sin razón aparente y solo se me ocurre que era para emular al escudo de Argentina—; es en esos días cuando a los salvadoreños nos gustaría creer que Manuel José Arce tenía la décima parte del valor e inteligencia de José de San Martín y que San Miguel es para El Salvador lo que Córdoba es para Argentina, pero en el fondo sabemos que eso no es verdad y que ese gorro frigio no tendría que estar ahí.

Es también en esos días, envuelto en ese oportuno y pasajero nacionalismo, cuando pienso en ese país en el que me hubiera gustado nacer, en esa tierra que no existe más allá de mi cabeza y a la que cada cierto tiempo viene alguien a prometer que será realidad. Es ahí cuándo las notas de ese himno al que se le debe todo nuestro respeto —pese a sus pausas donde todo el mundo piensa que va terminar porque casi nadie se lo sabe de memoria— que uno concluye que El Salvador no es Uruguay porque nuestra historia no es la suya y que Sánchez Céren no es Pepe Mujica porque nacer acá no es lo mismo a nacer allá, y ello puede explicar además que el FMLN no es, ni de cerca, el partido Socialista de Francia, por las mismas razones que vuelven a Roque Dalton muy distinto a García Lorca o que hacen que ARENA —aunque digan lo contrario— no sea el Partido Republicano estadounidense en Centroamérica. Y todo esto, aunque me costó aceptarlo, está bien.

Una república en pañales

La consolidación del monocultivo del café puso fin a las constantes y eternas pugnas entre los caudillos liberares y conservadores que perduraron desde la disolución de la Federación Centroamericana hasta el fusilamiento de Gerardo Barrios. El pacto tácito que se hizo fue muy sencillo: por un lado, los liberales renunciaron a sus principios de libertad individual y a las ideas de igualdad de Simeón Cañas que habían jurado defender con sus vidas, y por otro, los conservadores dejaron de un lado su insistencia de controlar los aranceles y la economía nacional. De esa forma, ambos bandos se dispusieron a disfrutar de las riquezas que producía el café.

Por aquellos años, los valores y principios de la revolución francesa y del movimiento independentista de Estados Unidos —que tanto habían inspirado a la emancipación de Centroamérica— se vieron opacados por las enormes ganancias que generaba la actividad agrícola. Fue en los días del Dr. Zaldívar cuando las enormes extensiones de tierra pasaron a ser propiedad privada y con ello se dibujaron las fronteras más importantes de un país: las que separan a sus clases sociales.

El Salvador paso por varias manos con una economía totalmente dependiente del cultivo del café, mientras que las arcas del Estado, que apenas se beneficiaban con ello, debían suplir sus carencias con líneas de crédito. No obstante, el país funcionaba. Se generaba mucha riqueza y las intuiciones publicas comenzaron a evolucionar del obsoleto sistema colonial a uno más propio, con las ideas de los ilustrados.

Una dictadura de 50 años y una guerra que aún nos persigue

Desde el golpe de estado de Maximiliano hasta la elección de Álvaro Magaña como presidente provisional de El Salvador hay, más o menos, 50 años que fueron la antesala de un conflicto que se llevaría consigo a más de 80 mil personas. Los fantasmas de esos años aún nos persiguen y los problemas que condujeron a una guerra siguen presentes en la sociedad. ¿Cómo afrontar con optimismo a un país cuyos mayores héroes están muertos? ¿Qué clase de esperanza puede haber en una nación donde aún gobiernan los responsables de una guerra? ¿Qué pasó con aquel partido que juró defender valores nacionales, que prometió a los emprendedores que su voto era una garantía de crecimiento económico y que lucharía por quienes le dieron su forma en pleno conflicto armando? ¿Qué le ocurrió a aquellos supuestos revolucionarios que se alzaron en armas en nombre de una justicia social que su gente exigía a gritos? ¿Qué pasó con los defensores del pueblo? Porque acá aún persisten los fantasmas de la guerra, las historias que jamás pudieron ser contadas, las muchas heridas que se niegan en sanar.

Todas estas preguntas parecían tener respuesta en las últimas elecciones, dado que hubo alguien que aseguró poner fin a las viejas prácticas. Claro, es lo que dicen todos, pero a este le creyeron.

Considero que uno de los pilares fundamentales de la última campaña fue la capacidad del candidato ganador por hacerle pensar a muchas personas que ese país que ellos se imaginan —que se inventaron, como yo— podía construirse, pero que era una cuestión de confianza y de trabajo honesto.

Es difícil dejar atrás una historia con tantas páginas y capítulos borrosos, una de 50 años sin libertad política y llena de tragedias. Es duro asimilar que esa realidad y la de ahora no difieren en cuanto a los sentimientos que evocan. Es complicado ver al país que se tiene y el país que uno se inventó, pero es todavía peor tener que confiarle nuestro sueño a alguien, tener que poner a prueba esa nación inventada y creer en que es posible construirla. Ese es el reto del nuevo presidente: sacar al país adelante pese a todos los problemas nacionales.

Una nación ficticia

Porque esa nación que dibujé en mi cabeza y se parecía mucho a otros lugares tomaba elementos prestados y se los apropiaba de tal forma que casi parecían suyos. Hacía gala de una cultura fruto de otras culturas ajenas. Claro, es fácil imaginar un país distinto, soñar con uno e inventarlo; pero ponerlo en marcha y empezar a construirlo es la parte donde muchos simplemente damos un paso atrás, la única situación donde obsequiamos nuestro lugar en la fila. Es algo que requiere esperanza y seguridad. Cambiar de presidente no significa, por sí mismo, que el desarrollo vendrá de forma inherente. Porque la historia de este país no es solo lo que los presidentes y generales han querido hacer con él, también lo es la vida de cada uno de sus ciudadanos y el aporte que ellos le dan en su lapsus de vida.

Se pueden ver los acontecimientos desde afuera, donde solo brillan los protagonistas y «antagonistas», donde las personas son reducidas cifras y los años pueden resumirse en dos líneas de texto; pero también pueden verse desde adentro, desde la perspectiva individual de cada persona, donde poco o nada importan las grandes ideas que hay detrás de cada suceso, donde lo relevante son las consecuencias que estos tienen en la vida de cada individuo.

Porque la masacre de el Mozote puede verse como una cifra de mil muertos y explicar el impacto social y político que ha tenido, pero también puede contarse como una sola muerte, como la crónica de los últimos segundos de vida de un niño que desconocía las causas tras su asesinato, que solo podía pensar en despertar, pensando que aquello solo era una pesadilla. Porque dudo mucho que en la guerra civil todos los guerrilleros hayan leído la obra de Marx o que los soldados hayan sido instruidos en la filosofía de Adam Smith; pero ambos bandos coincidieron en algo: que el país podía cambiar —que debía cambiar— y asemejarse más a esa patria imaginaria que nos hemos inventado desde siempre y nos seguimos inventando.

No importa si no somos Francia, si San Salvador no es Bogotá o si El Salvador del Mundo no se parece a El Ángel de la Independencia de México, porque El Salvador no necesita ser otro país, ni copiar y pegar un sistema educativo, económico o militar; y necesita más bien crear sus propios modelos apegados a sus necesidades específicas. No necesita crecer según lo hacen otros, sino creer en sí mismo y llegar a ser el país que debió haber sido desde siempre.

Cada persona debe trabajar por hacer de su propia vida una gran historia y con ello harán grande la historia de su país. Esta tierra jamás será la partía que me inventé mientras no prestaba atención en los actos cívicos y es probable que jamás llegue a acercársele, pero sí puede ser mucho mejor de lo que es ahora y ello no es deber exclusivo de un gobierno, sino de todos quienes habitan en sus 22 mil kilómetros cuadrados. En la honestidad y el trabajo duro hay más patriotismo que en una bandera o un escudo. No importa qué tan grande sea el legado de quiénes nos precedieron, la historia siempre tiene lugares disponibles. Porque El Salvador, esa patria prematura que nació sin motivo y ni razón, será lo que decidamos hacer de ella.

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1 Respuesta a "El país que me inventé"

  1. María meléndez dice:

    Que triste que u joven como tu piense eso del país, que estés viendo o comparando la grandeza (para ti pequeñez) del país en que vivimos, que triste que tu seas parte del futuro del país, nuestro país necesita jóvenes que estén orgulloso de donde son, por que solo así podemos salir adelante, o tu crees que los mexicanos no aman su país aun con el barco encima? Que los jóvenes argentinos no se enorgullecen de su país aún con las mil deudas? Ese país que soñas comenzá a hacerlo realidad en tu casa, con tu familia. No publiques estas cosas para que jóvenes mucho más ignorantes que tu, lo compartan. Hay algo que veo que no conoces que se llama Resiliencia, deberías estudiarla y ponerla en práctica. Que mediocre tu artículo.

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