Coyoacán y un mito llamado Frida


Alfonso Guido_ Perfil Casi literalCoyoacán es un lugar de buganvilias, jacarandas, calles empedradas y casas coloridas, rodeado por cientos de kilómetros cuadrados de una selva urbana monstruosa como la Ciudad de México. A diferencia de lo que ha pasado con casi todos los pueblos periféricos de las grandes ciudades latinoamericanas, Coyoacán pareciera resistirse a ser absorbida por la gran abominable de concreto, desencajando totalmente en su realidad y haciéndola parecer el enclave espaciotemporal de un lugar y época lejanos.

En una de las cuatro esquinas donde se cruzan las calles Allende y Londres se encuentra la Casa Azul, ahora convertida en museo, pero donde mucho antes Frida Kahlo vivió desde niña. A cualquier hora del día que uno se asome por allí, sean las 11 de la mañana o las 4 de la tarde, sea martes, viernes o domingo, casi siempre encontrará en fila india a por lo menos cien personas bordeando la casa hasta dar la vuelta a la esquina, todos esperando su turno para entrar al misterioso recinto del ícono pop post mortem más influyente del siglo XXI. Pero a más de medio siglo de su muerte, la gente hoy la admira por las razones equivocadas, o acaso simplemente porque Frida es cool, pues.

Hace pocos días llegué a la Casa Azul con la advertencia previa de comprar mi entrada por internet con suficiente antelación, pues de lo contrario, si intentaba hacerlo allí mismo, llegar hasta la ventanilla donde venden los boletos podría haberme llevado dos horas por lo menos. No llegué a la casa de la pintora mexicana porque me atraiga como artista, tampoco porque se trate de una parada turística obligada en la Ciudad de México. Acaso solo llegué con la excusa de seguirle el rastro a algún girasol mutilado o encontrar algo que me revelara la eternidad detrás de un amarillo pálido con fondo azul; sin embargo, estar allí me hizo comprender el mito en el que se ha convertido Frida a lo largo de este siglo.

Quisiera atribuir su leyenda a un efecto de Hollywood con la película que Judie Taymor dirigiera a principios de la década pasada y que contó con Salma Hayek como protagonista, pero no recuerdo que en su momento este filme fuera tan bueno, taquillero o siquiera trascendente más allá de un par de nominaciones al Oscar. Acaso la fama de Frida tenga más que ver con las recientes olas feministas que de un día para otro se redescubrieron e identificaron en ella, en su vida, mas no con su arte; pues, de otro modo, es difícil determinar cuál fue el verdadero legado de Frida Kahlo, artístico o social, para las generaciones del siglo XXI. ¿En serio lo hubo?

Desconozco si hay alguien que con toda la honestidad la considera «excelente» o, al menos, «buena» pintora. Y sé que está de más caer en las inútiles y odiosas comparaciones entre su obra y la de Diego Rivera, su marido, pero si bien es cierto que las composiciones de Frida, prominentemente surrealistas, se distancian a siglos luz de la pintura costumbrista que por aquel entonces se hacía en México y en Latinoamérica (un hecho meritorio que casi nadie menciona cuando habla de ella, por cierto), sus cuadros también dejan en evidencia una técnica pictórica floja, suelta y, en resumen, descuidada.

No obstante, puedo entender que haya críticos que la consideren buena pintora, como también los hubo quienes en Europa consideraron «arte» al ready-made o en Estados Unidos le dieron más fama a Andy Warhol que a Edward Hopper; pues, a fin de cuentas, en lo que respecta a lo que solemos entender por arte cualquier cosa puede ser posible. Pero lo que nunca pude entender es por qué Frida se convirtió en el ícono feminista que mujeres de todo el mundo llevan estampada en t-shirts o que compran como souvenir —ya sea en forma de llavero, destapador de botellas o muñeca de trapo— en las aceras y en los mercados de Coyoacán. ¿Habrán leído alguna vez su diario? ¿Conocerán su historia de sumisión y autoflagelación a la sombra de Diego? ¿Se habrán preguntado qué pensaba ella sobre el machismo de su esposo? Para su época, los conceptos de feminismo e igualdad de género ya existían o como mínimo tenían sólidos precedentes, pero ¿en realidad significaban algo para ella?

Al salir de la Casa Azul cogí un taxi que me llevara a la estación del metro más cercana y cuando quise pagar, el piloto me dijo: «No, amigo, pues si tampoco te traje al fin del mundo. No tengo cambio, dame otro billete». No sé desde cuándo la devaluación hizo posible la existencia de un billete de 500 pesos en México, tampoco desde cuándo aparecen en él los rostros irreconocibles de Diego Rivera y Frida Kahlo —a él, como si lo hubiera picado un enjambre de abejas; y ella con la uniceja que conocemos, pero con facciones mucho más alargadas y puntiagudas de lo que muestran sus fotos y autorretratos—, sin embargo, no me extrañaría que el diseño y denominación de ese papel moneda sean mucho, muchísimo más recientes que la manía humana de inventarse héroes para justificar su propia insuficiencia.

Y al final no vi girasoles. Ni en Coyoacán ni en todo México. Como si alguno de ellos, suicidándose entre las páginas de un libro, se hubiera empecinado con ser el último de su especie.

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