La farsa de las calificaciones


Lahura Emilia Vásquez Gaitán_ Perfil Casi literalCorea del Sur es uno de los países con un sistema educativo de los más «exitosos» del mundo, y también el lugar donde once de cada cien jóvenes han pensado en suicidarse. Una de las razones por las que se le llama el país de los «universitarios suicidas» tiene que ver con la alta competitividad y presión a la que son sometidos para poder ingresar a las Universidades. Lo anterior no sorprende si pensamos que el mundo hoy en nos enseña que el resultado es mucho más importante que el proceso y a los grandes conglomerados coreanos (Samsung, LG, Kia, y un largo etcétera) les es mucho más útil recibir mano de obra calificada que responda a metas, produzca mucho y no piense tanto, y no personas felices, plenas y con juicio crítico que piensen en cómo dar solución de una vez por todas a los grandes problemas que hoy enfrenta la humanidad.

Mucho tiempo de mis clases se va en intentar levantar una moral sumamente vapuleada que mis estudiantes tienen de sí mismos. Suelen estar convencidos de que existe algún grado de relación entre sus notas y las capacidades que tienen. La enorme mayoría de las personas cree que las calificaciones son ciertas.

Como sé que un estudiante que tenga un pobre concepto de sí mismo tendrá más dificultades para aprender, cada vez que inicio un nuevo ciclo me encargo de explicarles por qué ese razonamiento es equivocado. El proceso de obtención/asignación de las calificaciones está sumamente viciado por cientos de variables que casi nunca se visibilizan. Debido a la precarización y la permanente amenaza de despido los maestros no acabamos de encontrar espacios para mejorar nuestra práctica docente —menos para intentar transformarla de raíz— y nos hemos prestado a ser parte de un sistema de «evaluación» absurdo que se aleja mucho de lo que realmente significa evaluar.

Se han creado escalas tontas que encasillan las capacidades de nuestros estudiantes y se establecen competencias malsanas donde unos serán siempre «superiores» y el resto, de forma silenciosa, será enviado directo al inframundo de los que «no sirven para nada». El frenesí de obtener estadísticas y sacar calificaciones prácticamente ha deshumanizado el proceso educativo. Se ha supravalorado todo aquello que produce un resultado «cuantificable» y caemos en el error de creer que por «medible» también es «confiable».

La mayoría de los estudiantes son mucho más complejos que lo que sus calificaciones reflejan, pero así en Honduras como en Latinoamérica estamos inmersos en un sistema educativo que tiene perfecta correspondencia con el sistema económico, y así los valores de uno se ven claros en el otro: una alta preocupación por las estadísticas y el resultado final, la invisibilización del proceso y las variables que lo afectan, desconocer quién y en qué condiciones lo lleva a cabo. Lo que importa es cuánto es capaz de producir —o aunque no produzca, pero que lo parezca— y que lo haga en el menor tiempo y al menor costo.

Las notas están mediadas por cualquier cantidad de factores subjetivos que no deberían utilizarse taxativamente para definir a alguien. Personalmente, cuando veo una «X» marcando un error nunca pienso que un estudiante sea malo. Una equis puede significar muchas cosas: puede ser que el estudiante requería más tiempo —no todos tenemos los mismos ritmos—, quizá faltó objetividad al diseñar la evaluación —es muy común que los maestros hagamos exámenes de noche, cuando estamos más cansados—, talvez la práctica pedagógica tradicional sea insuficiente para un estudiante joven que ha crecido en la cultura de la sobreestimulación y cuyo umbral de atención quizá no supere los diez minutos; mientras que nuestra «interesantísima» oferta del día sea una clase magistral de una hora. ¿A cuenta de qué creemos que la misma técnica deba producir los mismos resultados para todos?

Nuestra cosmovisión del proceso de enseñanza-aprendizaje se construye sobre la experiencia de cómo fuimos formados y pese a que la información científica cuestiona la efectividad de la mayoría de las prácticas tradicionales, también es necesario reconocer que existe una enorme resistencia al cambio. En la forma de evaluar de la mayoría de los docentes impera la premisa de «enseño como me enseñaron y evalúo como me evaluaron». El proceso de deconstrucción no es fácil porque requiere altas dosis de humildad y esfuerzo.

Yo asigno notas porque el sistema me obliga. De mi parte, ya hace días me habría liberado de ellas porque estoy convencida de que una persona no es la calificación que obtiene y que el examen estándar sirve para muy poco. Una evaluación real es un proceso de acompañamiento que debería permitir ver a la persona, sus capacidades, sus límites, comprenderla, acompañarla, hacer correcciones para su mejora y ayudarla en su proceso de crecimiento. La mal entendida «evaluación» tal como se concibe hoy en día ha sido diseñada para la competencia, para ponerle la bota en la cara al otro cada vez que sea necesario, para pensar —antes, después y siempre— «solo en mí». Nos educa en la arrogancia y nos está invitando permanentemente al individualismo, haciéndonos olvidar que somos parte de un conjunto y, antes que a una parte, pertenecemos a un todo.

Si pudiera decir algo a todas esas personas que siguen preocupándose mucho por las notas, les diría que se olviden de ellas. El sistema de obtención de calificaciones solo sirve para legitimar mentiras.  Cuando reviso una tarea sabiendo que fue copiada, miento. Mienten los estudiantes al responder que «sí» entendieron cuando la experiencia me dice que muy pocos jóvenes comprenden a la primera. Se falta a la verdad cuando digo que enseño reacciones químicas sin tener siquiera reactivos en el centro educativo, y es un real engaño decir que quienes sacaron 100 en ese tema realmente lo saben.

Sueño con el día en que en lugar de estar viendo de dónde saco números para «evaluar» pueda invertirlo en lo realmente importante: enseñar. Si se eliminan las notas se acabará la competencia. Quizá si no hay notas el eterno problema del fraude y la copia también terminarían. ¿Qué tal si por fin surge un nuevo criterio para la realización de las tareas? La satisfacción de hacerlas por el simple hecho de hacerlas bien, y que con eso sea suficiente.

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