Callar tampoco


Diana Campos Ortiz_ perfil Casi literalSentir no es una tarea sencilla.

Nombrar lo sentido. Darle un nombre, sentido, criterio a las emociones. Ir más allá del «estoy bien», del «estoy mal». Nombrar lo sentido no es una tarea sencilla.

Marie Cardinal (Argelia, 1929; Francia, 2001), en su conmovedora y dolorosa novela Las palabras para decirlo (1975) me lo enseñó. La importancia de decir, de decirlo. Lo que hay que decir. Aunque no se sepa qué. También me enseñó a aprender a llorar. La pedagogía del llanto, podemos llamarle. Así como se eligen batallas, elegir los llantos: los importantes, los revolucionarios, los transformadores, los que valen la pena ser llorados. Aunque nada de eso dice ella en la novela.

Es más, recuerdo poco lo que dice la novela. Recuerdo una imagen de una pareja disfrutando el mar, las olas, el sol de Portugal. De amar el mar, de amar quien se es en el mar. Obvio, recuerdo la sangre de Marie Cardinal, fluyendo constante. La sangre como constancia absoluta de que hay que nombrar para no sangrar. Que hay que nombrar para sanar.

También recuerdo la tarde en que terminé de leer el libro, en un jardín de la Universidad. Tenía tanta angustia-sorpresa-certeza-miedo-sanación que llegué a mi casa y boté el libro al basurero. En la noche lo saqué. Primero porque soy una persona que recicla, segundo porque no era mío, tercero porque ese día, a mis 24 años, algo aprendí.

Sospecho que aprendí la valentía de decir. El abismo enorme, trágico, inmenso entre sentir y nombrar. Entre sentir y narrar. Agradezco a esa muchachita burguesa y bien educada que conocí en Cardinal. Una jeune fille bien rangée del estilo de Simone, que bien pudo haber sido criada por mi abuela. Tan bien educada en modales y en letras, tan escasa de palabras para nombrar. Eso. Lo que está dentro, lo que hace sangrar.

Hoy pensé en Marie Cardinal porque tengo desordenados los sentimientos y, no sé cómo decir. Me siento abrumada de tanta y tan variada información: el racismo, la xenofobia, el coronavirus, el desempleo. Confundida. Cansada de la incertidumbre y de la sensación de que el futuro no existe. Deslumbrada por la capacidad de belleza de la humanidad, a pesar de todo. Agradecida y emocionada por la tarea a la que más le dedico energía: cuidar a una persona pequeña. Aburrida. Vulnerable. Dispersa.

En medio de este enredo de sentimientos hice dos cosas buenas: cambiar de lugar las plantas y fijarme en el librero, a ver si alguien, mata o libro, me hacía un guiño. Y ahí estaba, en su esquina, el libro fotocopiado que saqué del basurero hace diez años. Subrayado. Viejo. Arrugado. Lo llevé a mi mesa.

De camino me encontré a Esther Tusquets. Abrí Para no volver (1985). Leí las cinco primeras páginas, me estremeció esta pregunta (y otras que no voy a copiar porque me estremecen más): «¿Cuál era la dosis de verdad que podía tolerar cada individuo sin que le estallara en las narices y le partiera la cara y el alma?»

Entonces tuve una certeza (¿o un recuerdo de un jardín de la Universidad?): aunque no sepa qué, tengo que decirlo. Esto. Lo que siento. Decir como proceso, no como destino.

¿Por eso leemos? ¿Para entender que otras personas intentan explorar y nombrar lo sentido, y no sabernos tan solas en estos abismos?

¿Por eso escribimos? ¿Para encontrar «las palabras para decirlo»? Decirlo. ¿El qué? Esto: lo que se siente. Nombrar no es una tarea sencilla. Callar tampoco.

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