Históricamente


Diana Campos Ortiz_ perfil Casi literalA Mercedes, dicha “Gaba”

No solo es que la literatura hecha por mujeres haya sido menos leída. También es que las mujeres, históricamente, hemos tenido menos acceso a escribir, a leer, a hacer política, a pintar, a dar discursos, a ser públicas, a desarrollar teorías, a contrastar la realidad, a dedicarnos al pensamiento, a exponer ideas, a tener sueños y a seguirlos, a buscar el camino propio, sea cual sea la forma en que se quiera caminar.

Y no solo se trata de que las mujeres seamos menos leídas o que hayamos tenido menos oportunidades de escribir, pues también resulta que también son menos mujeres las que escriben. Es que, en nuestros estantes, en nuestras citas textuales, en nuestras lecturas obligatorias del colegio y en nuestras referencias bibliográficas personales, culturales, profesionales e históricas las mujeres autoras no abundan. Están, existen, sabemos nombres que sobresalen, pero no abundan.

De esto se ha escrito bastante, por dicha. De hecho, el ensayo de Una habitación propia de Virginia Woolf gira más o menos en torno a esta idea: de cómo, en la división por sexo (como dice ella) de las tareas, históricamente, a las mujeres se nos ha promovido, cuando menos, a que nos ocupemos de las múltiples, diversas, agotadoras e inagotables tareas del hogar.

Digo «cuando menos» a modo de eufemismo. Lo cierto es que esta división del trabajo, histórica —cuyo impacto, como dice Lina Meruane, raya en lo cíclico— ha sido obligada e impuesta utilizando métodos algunas veces sutiles, algunas veces evidentes, pero siempre violentos.

Retomando a Virginia, las mujeres, históricamente, siempre hemos estado muy ocupadas poniendo a dormir a los niños como para ponernos a escribir. Esta afirmación es, sin embargo, de cuidado. No, no todas las mujeres escriben menos porque tienen que poner a dormir a sus hijos. No es por eso tampoco que nos leen menos. Ni por eso es que las mujeres autoras son menos conocidas.

Pero en cambio, históricamente, los hombres no han tenido que poner a dormir a los niños. Hasta donde sé, la mayoría de mis referentes masculinos de la literatura han sido padres de familia, pero a los hombres, cuando menos, se les ha agradecido que mencionen que son padres y, cuando mucho, que hagan referencia a algún episodio, aunque sea anecdótico, de su vida familiar.

No me imagino a ninguno de esos señores escribiendo sobre el intrincado, complejo y enmarañado camino que significa ser escritor y papá a la vez. En la mayoría de las novelas masculinas que he leído, los niños (si aparecen) pareciera que se duermen solos. ¿Por arte de magia? No, por arte del patriarcado.

De lo que no se habla —y sobre eso recomiendo este artículo escrito por Linda María Ordóñez en esta misma revista— es de quién se hacía cargo de los hijos e hijas de nuestros legendarios autores. De quién les hacía café, de quién les planchaba la camisa para recibir sus premios, de quién se sentaba paciente a escuchar las historias.

De las mujeres, en cambio, se espera que andemos planchadas por cuenta propia. Escribir para nosotras ha sido lo anecdótico. Nadie nos pregunta «¿Cómo hacés para hacer todo lo demás, además de escribir?»

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