Donde hay hombres no mueren hombres: carta a mis congéneres


Sí, yo también quedé viéndole el culo a la que pasó a mi lado; rocé disimuladamente las tetas de una conocida al saludarla; llevé con trampa hasta mi habitación a aquella compañera; aproveché cualquier indicio de que podía ser bien recibido para avanzar mi cuerpo en dirección al de mi amiga. También yo había asumido que a ellas se las debía conquistar, que en algún momento iban todas a caer: alucinado territorio a ser tomado, oponente imaginario en una lucha a menudo desigual. Yo les creo, hermanos, si me dicen que no era su intención dañarlas; que creyeron entender en su silencio un beneplácito; que todo era para ustedes parte de un tácito cortejo incomprendido. Que no pensaron que ellas fueran a ofenderse, a sentir asco, miedo, rabia, confusión. Que no pensaron, desgraciadamente, en ellas. Que, egos inflamados, pensaron solo en ustedes mismos, desgraciados.

Yo les creo, los comprendo, casi hasta los compadezco. Víctimas de ustedes mismos, acabaron siendo victimarios. Vamos, sin embargo, a comportarnos como hombres, aunque apenas seamos unos hombrecitos aterrados bajo tantos privilegios; asumiremos enterita la responsabilidad por nuestros actos, no se vale hacerse los de a peso o los pendejos: que el sistema me hizo así, que no me enseñaron de chiquito, que ella nunca se quejó, que no sabía lo que hacía. No, hermanos. Ya sé, ya sé; también a mí la vida me jodió, esto es la selva: quizá ser civilizados signifique solo que unas veces vamos a ser presas y otras, predadores. Si acaso eso y apenas algo más: que podemos decidir si lanzar o no el zarpazo, si apretamos la mandíbula y las fauces se ensangrientan o si respetamos el cuerpo que deseamos.

Porque no hay nada malo en desear, pongámonos de acuerdo. Mal haríamos si intentáramos negar la belleza de otros cuerpos. Entre apreciar y desear hay, no obstante, un trecho que para recorrerse necesita un pucho de nuestra voluntad: somos responsables de nuestros deseos. Si ya no hicimos nada por evitarnos desear el espléndido cuerpo de la transeúnte o de la conocida, de la compañera o de la amiga, entonces tenemos la obligación, hermanos hombres, nosotros y solamente nosotros, de que el deseo no se convierta en posesión. Dos cuerpos se disfrutan mutuamente, y con una intensidad mucho mayor, si se comparten sin que uno se someta al otro. Pero esto ustedes ya lo saben, por supuesto. Estoy hablando nada más de situaciones elementales, de probeta; sé que en la realidad los acontecimientos tienen una tesitura mucho menos manejable, todas las fronteras se diluyen, etcétera.

Lo que quiero decirles, hermanos, independientemente de lo que hayan hecho o querido hacer en el pasado —no soy juez ni estoy en posición de lanzar ninguna piedra, allá ustedes cómo gestionan eso—, es que nos urge reelaborar las bases de nuestra convivencia con el otro, con La Otra. Vamos todas y todos viajando en el mismo ácido existencial y estamos condenados y condenadas a soportarnos, a vernos las caras (y los culos, qué remedio), a respetar nuestros espacios y también, como primera y tal vez única posesión verdadera, nuestros cuerpos. Démosle ese uso que solo nosotros podemos dar a nuestras fauces y hablemos, articulemos palabra por palabra lo que en verdad queremos y procuremos que la bestia que también somos deje solo víctimas retóricas. Pero además de hablar, obliguémonos a escuchar. Podría sorprendernos descubrir de su propia voz lo que ellas quieren. A ver si somos capaces, hombrecitos, de complacerlas.

¿Quién es Carlos M-Castro?

¿Cuánto te gustó este artículo?

Califícalo.

2.3 / 5. 9


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

desplazarse a la parte superior