El sitio que hay detrás de los incendios


rsz_2018-08-22-07-22-13-043Un amigo músico me hizo notar un día la similitud entre el himno nacional de Nicaragua ―el país que compartimos como remedo de lo que llaman patria― y una cierta pieza de Mozart. Era asombroso constatar cómo esta había servido de molde al compositor de aquella breve pieza entonada cada lunes en la escuela, cuando éramos estudiantes, al iniciar la jornada. Varios años después en Bakú, Azerbaiyán, donde vivo por el momento, volví a admirarme de las semejanzas entre su realidad y la de ciudades europeas o americanas que he podido ver. Hay una especie de algoritmo cultural, una unidad mínima de información «civilizatoria» que se reproduce aquí y allá, matriz ideológica en que existimos con mayor o menor consciencia y que nos lleva a seguir, o a tratar de seguir, un guion de «desarrollo», subir una ilusoria escalera de progreso cuya cima nos obligamos a anhelar.

En este cuento que nos repetimos como sociedad ¿global?, el eje narrativo lo ha (im)puesto, desde hace al menos medio milenio, alguna mano salida de la manga de Europa. El grueso de la cultura que puede verse aquí y allá es, en efecto, adaptación de lo que hemos venido en llamar Occidente. La idea misma de cultura, lo que ahora escribo y la forma en que usted lo lee, está todo permeado por ese signo. Así también la historia y la noción según la cual un pueblo cualquiera tendrá que atravesar una serie de estadios sucesivos que van de la barbarie a la civilización, al desarrollo. Y es bajo ese prisma que observamos un «retroceso» en las dinámicas sociales del mundo que somos. Alguien podría decir que vamos corriendo, con urgencia casi, hacia una nueva Edad Media, esta vez global.

Así podría talvez entenderse la proliferación de pequeños ejércitos unipersonales hechos a la medida de terratenientes y dictadorzuelos, o incluso de grandes potentados anónimos. Los hemos visto en Colombia, los vimos hace unas décadas en Guatemala y en El Salvador. Hemos empezado a verlos en Venezuela y ahora estamos asistiendo al mismo fenómeno en Nicaragua. En este último país, recientemente, el presidente de la República ha aceptado su existencia y ha tomado distancia de ellos pese a la evidencia que liga a grupos paramilitares con la Policía. Hace unos días ha aflorado también un escándalo en Francia que involucra fuerzas irregulares al servicio del presidente. ¿Estamos ante señores feudales que nos protegen (o no) a nosotros sus vasallos a cambio de obediencia? Sea como fuere, lo que parece obvio es que el monopolio de la fuerza ha dejado de estar en manos del Estado. [En esto pienso cuando llego al final de Hay un sitio al final de los incendios, del venezolano Jesús Montoya, donde sus «Ejercicios del pirómano» son también un «Anuncio del reino del paraco»; ‘paraco’ = paramilitar].

La guerrilla global del llamado Estado Islámico, los movimientos secesionistas, las reacciones nacionalistas, las recesiones económicas… Algo parece estar quebrándose frente a nosotros y algunos, amantes de las teorías rebuscadas, ven en las transformaciones de nuestro tiempo los síntomas de un cambio de era (hay quien, haciendo uso de la astronomía y la astrología, alude a la famosa Nueva Era, o la Era de Acuario, que estaría por iniciar… A ese momento, en nuestro calendario actual, habría hecho mención Roberto Bolaño en el título de 2666). Sea en este siglo o en 648 años, sin embargo, y sin importar a qué razones obedezcan, los cambios sociales parecen cada vez más evidentes. El Estado como forma de organización política, de la manera que lo conocemos, se ve también desafiado: las corporaciones transnacionales y el crimen organizado internacional, cada vez más poderosos, presionan a los estados hacia la obsolescencia y generan, a su vez, una concentración extremadamente desigual de las riquezas del planeta. En este escenario, los totalitarismos florecen como una consecuencia casi natural.

Y vuelvo de esta forma al libro de Montoya, editado en 2017 en Granada, España, por Valparaíso Ediciones y con el que obtuvo el I Premio Hispanoamericano de Poesía Francisco Ruiz Udiel. Porque ese poder omnímodo del Estado, cuando tiende al totalitarismo, produce lo que este poeta venezolano nacido en 1993 y varios de sus coterráneos llaman el insilio, una suerte de exilio hacia dentro, estado de postración espiritual que lleva a ser un extranjero en el país en que uno vive. Hay en el libro una fetidez a mortecina a encierro, a gente violentada. «El alma es un cuerpo embolsado», nos dice Montoya. Y ante la realidad que le ha tocado vivir se pregunta: «¿Tengo algo que decir?», porque «La muerte, como la poesía, es inconfesable». Esta situación del insiliado lo lleva no pocas veces a cometer actos desesperados como el suicidio. Hay precisamente una sección completa de este poemario dedicado a una mujer que muere de esta forma. [No deja de ser curioso que el poeta nicaragüense que le da nombre al premio haya acabado así, en 2010, con su vida. Pienso igualmente en La vida de los otros, la película de 2006 donde un aumento en la tasa de suicidios en la Alemania del Este sirve como detonante de la trama].

En este panorama tan sombrío donde el sitio que hay detrás de los incendios parece ser el estado de excepción al que nos tienen permanentemente sometidos los Gobiernos, surge inevitablemente la pregunta: ¿para qué escribir poesía? Respondemos con Montoya:

para que tal vez los días sean diferentes

y las noches más aceleradas y largas y no violentas

y no un silencio y no un estrépito silencio que escupimos

con el corazón en la punta del odio.

¿Quién es Carlos M-Castro?

 

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