Sentada frente a la computadora busco desesperadamente una salida que invisibilice mis miedos. Con todas las culpas del mundo descansando sobre mi espalda, corro sin rumbo en un intento desesperado de huir de la única persona que podía ayudarme: yo.

Un día decidí quitarme la máscara y confrontarme: mis culpas ―y las del mundo― no eran solo mías. En las profundidades de mi historia y mis miedos yacíamos todos. En el fondo, era la luz y no la oscuridad lo que más temía.

Las palabras me llevaron y me trajeron. Me salvaron. Decidí que jamás dejaría de escribir. Acomodé las cenizas de aquel incendio y las volví palabras. Abandoné todas las banderas que no escogí y acepté las consecuencias: ser una forastera de cualquier sitio, una disidente.

Al fin comprendí que para sobrevivir en el mundo sería necesario abandonarlo. Me abandono en las palabras y así intento construir memoria sobre las historias que están allí, esperando nacer.

Y es que con cada historia regresa algo; casi siempre un pedazo de mí.

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