Las palabras son el síntoma, la enfermedad y la cura. Cuando son utilizadas como vehículo de transformación, su obligación es ponerse de pie para que los actos que esconden cobardía discursiva se arrodillen. Ahí se ubican los sujetos y los objetos en el universo de acciones y reacciones; algunas conductas quedan impunes, las palabras construyen formas para mitigar las consecuencias del olvido y las miserias detrás de algunos discursos oficiales.

La cobardía es legislación cuando nos vemos obligados por miedo y dejamos de lado el recurso paródico, el mundo al revés, el cuestionamiento y la duda. Este espacio pretende ser ese vehículo capaz de movilizar la palabra bajo el compromiso de asumir mi propia libertad discursiva. Con las palabras no se juega —dirán algunos—, pero ahí, en esa sentencia, encontramos vacíos.

Precisamente el arte de penetrar en las trampas del lenguaje es una obligación que atraviesa al escritor en su oficio. La reivindicación de la palabra es un asunto prioritario en este siglo, en el siglo de la información desmedida, convertida si se quiere o no, en desinformación a la medida. El compromiso del escritor, al menos el mío, es convertir este espacio en un laboratorio de observación. Poner el ojo en el síntoma, en las posibles formas de descubrir la enfermedad y —por qué no—, de manera reflexiva, buscar antídotos, métodos y medicinas para reconstruir el entramado social. No duden que seré implacable en temas de humor, una de mis herramientas. Nos une el lenguaje, pero nos toca trastocarlo, visibilizar el color del conflicto con todos sus matices y con los recursos que esconde, liberarlo de sus propias trampas.

Elizabeth Jiménez Núñez (Costa Rica)

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