Lo que es carne al gancho y lo que es hueso al caldo


Jimena_ Perfil Casi literalQuien no se mueve, no siente las cadenas.

Rosa Luxemburgo

A las mujeres se nos ha tenido prohibido el enojo. Cuando una de nosotras se enfurece y grita en un espacio privado se le cataloga como histérica o loca, si lo hace en un espacio público entonces se le tacha de peligrosa y se buscarán adjetivos más novedosos para catalogarla y demeritar sus argumentos.

Nos hablan acerca de cómo debemos comportarnos, acerca de la ira y cómo esta no conduce a nada, acerca de la necesidad de la compostura ante los hijos y acerca de cómo la cólera solo «ahuyentará al marido». Nos aconsejan y critican, opinan acerca de nuestra voluntad para expresarnos, decir y actuar; todo desde el velo de la doble moral, sea esta cristiana o académica, pero al fin de cuentas doble moral.

Hace unas semanas me aconsejaron calmarme, meditar acerca de lo que publicaba en Facebook y del lenguaje que debía usar —o preferiblemente no usar—, cómo mis hijos podrían percibir esto y cómo les afectaría. Este llamado a la reflexión me hizo meditar y considero firmemente, a modo de conclusión de vida, que en la medida de lo posible pretendo no someter a mis hijos a la hipocresía característica de la sociedad guatemalteca. Infiero que deban verme y sentirme tal cual. Ellos deben ver en mí a una mujer que se enoja, que siente y que se indigna ante la injusticia, y que cuando lo hace, lo hace sin temor a lo que piensen los demás.

Hace unas semanas un hombre me dijo que yo era un ser demasiado complicado, que verme frente a un espejo podría hacer que no me gustara lo que vería. Cuando respondí que me gustaba mi forma de ser, que me amaba y aceptaba tal cual, él lógicamente lo puso en duda con una sonrisa de ironía característica de esa soberbia mantenida usualmente por los creyentes religiosos.

Hoy que el tema del aborto se ha vuelto a posicionar en los medios de comunicación y redes sociales, veo cómo la misoginia está interiorizada. Vale más la vida de un perro, de un zancudo o de un embrión que la de una mujer.

Quiero reclamar a una sociedad ciega y sorda que enmudece ante la muerte de miles de mujeres que anualmente abortan de forma clandestina, gritar a la cara de los miles que defienden el embarazo y el parto pero que callan ante la ignominia, la desolación del hambre y la miseria que vive Guatemala.

Quiero alzar mi voz desde las vísceras, desde la ira que me provoca la doble moral expuesta por tantos y desde el enojo provocado por ser carne para deleite de sus más inhóspitos deseos sexuales —porque «lo que es carne al gancho y lo que es hueso al caldo», ¿verdad?—; porque no importa si me eyaculan encima en el servicio público de transporte o si soy yo quien se masturba delante de otros: en cualquiera de ambas situaciones, si mi conducta no es aceptada del todo, tampoco produciría mayor escándalo según las ideas de sexualidad que hemos construido. Nada de esto sería un atentado a la moral de nadie pues las mujeres somos vistas como el objeto hecho para satisfacer al hombre, como carne para chimar; así que, para esta sociedad, si me masturbo o me eyaculan en público debo sentirme contenta de estar cumpliendo con mi misión de vida al excitar o agradar al sexo opuesto. Para esta sociedad, como mujer debo callar y aceptar.

Hablo desde la cólera, porque cuando deambulamos en la calle no hay día o noche que no se nos juzgue por nuestra manera de vestir o maquillar, porque nos tocan, silban o violan, pero esta sociedad voltea la cara y me condena al miedo y al silencio.

No me interesa el control, no me interesa si me miran bonita pero peleonera. Si me ven con lástima porque podría ganar más quedándome callada y siendo políticamente correcta… No, no me interesa. No somos una pieza de colección ni el objeto de tu entretención. No me interesa quedar bien con vos y por eso hoy reconozco a todas ustedes, quienes desde distintas partes del mundo y desde esta sociedad enferma se pronuncian, gritan y reclaman por los derechos para todas nosotras. Se los agradezco.

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