Diario de un fumador en rehabilitación


«Giving up smoking is easy… I’ve done it hundreds of times».

Mark Twain

Bolaño, con su pose de buitre melancólico, me desaprueba desde la solapa de La literatura nazi en América y parece preguntarme: «Vérkell, ¿qué sucede, viejo? ¿Por qué no estás fumando? Sin pose no hay escritor y sin escritor no hay pose». Antes de cerrar su libro, que jamás terminaré, respondo: «Ya me cansé de fumar. Quiero dejarlo». Roberto se encoge de hombros y sigue pontificando sobre Franz Zwickau. No somos amigos; nuestras conversaciones son esporádicas y violentas. No lo entendería. Pero descubro con pesar que Albert Camus, más cercano, tampoco lo entiende y que Cortázar, mi viejo amigo, ni siquiera desea hablar sobre el asunto. Parece que me he quedado solo. Cualquiera te convida a un cigarrillo, pero muy pocos te ofrecen un vaso con agua.

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Para los demás, los fumadores de tabaco somos miembros de una secta maloliente y contaminante. No está permitido fumar en espacios cerrados y hemos perdido el glamour: al vernos la gente, ofendida y asqueada, cruza la calle o se cubre la nariz. Los deportistas —otra secta insufrible cuya membresía he rechazado— nos tildan de enemigos de la salud y difusores del peligroso humo de segunda mano. Una de tantas discriminaciones cotidianas. Pero lo cierto es que fumar es un acto solitario y repugnante. He sido fumador de tabaco por quince años y me sé todos los trucos: «Fumo porque me relaja, pero sé controlarlo»; «Solamente fumo cuando bebo o después de hacer el amor»; «Fumo porque me gusta el sabor, pero no soy adicto». Todas son excusas. Abandonar el cigarrillo es difícil. Pero hacerlo durante una pandemia parece ser una estupidez. Ya veremos.

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Los artículos que leí recomendaban un abandono gradual. «Si usted, por ejemplo, fuma 10 cigarrillos diarios, disminuya paulatinamente la dosis hasta perder el hábito». Tiene sentido, pero no funcionó para mí: hace algunos años lo intenté y fracasé miserablemente. En mi caso la única opción era la más dolorosa y radical: emplear el procedimiento cold turkey, es decir, abandonar el vicio abruptamente.

Lo primero que hice fue alejarme del tabaco. Esto puede sonar evidente, pero los fumadores solemos disponer de varias fuentes: algunos cigarrillos en el automóvil, una cajetilla en la oficina, un encendedor en la mochila, un cenicero en la habitación. Me deshice de todo y eliminé todo rastro de tabaco. (La pose del escribidor fumador tampoco ayuda. Hay que desinteresarse por el café, la lluvia y un buen libro y todas esas perogrulladas y ser disciplinado).

Lo siguiente fue hallar un sustituto positivo. Los primeros días me sentía violento y claustrofóbico, ansioso y fastidiado. No podía leer ni escribir. Por serendipia descubrí el shadowboxing. Es un ejercicio agotador y gratificante. No seré nunca un boxeador y si me subiera al cuadrilátero me parecería más a Neto Bran que a Juan Manuel Márquez, pero termino exhausto, sudoroso y relajado, y especialmente sin ganas de fumar. También he buscado distracciones como la jardinería, para evitar quedarme a solas con la abstinencia. He leído artículos médicos sobre los beneficios a largo plazo y los riesgos del COVID-19 para los fumadores. Pocas personas disfrutan la desintoxicación y yo no soy una de ellas, pero sigo sin rendirme.

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70 días después sigo sin fumar ni una calada, pero sigo considerándome un fumador. Puedo recaer, ceder a la tentación o regresar al redil tóxico. Nunca estaré a salvo. Es un proceso introspectivo y solitario que depende únicamente de mí, pero no me presiono. Si uno es capaz de matarse un cigarrillo a la vez, también puede vivir sin un cigarrillo al día.

¿Quién es Fernando Vérkell?

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