El indio hasta muerto patea


Fernando_ Perfil Casi literal

Soy un campesino, le dije. […] Me quité el sombrero, me levanté el poncho. Vieron mis huesos, sin alarmarse. Yo agotaba mis recursos, pero ellos eran limeños.

―La mala yerba no muere―, dijo él, mirándome burlón.

―Cuidado, ―dijo ella, sarcástica―. El indio hasta muerto patea.

Julio Ortega, Adiós Ayacucho

.«Vine a Lima a reclamar mi cadáver.» Así comienza Adiós Ayacucho, una novela corta de Julio Ortega (Casma, Perú, 1942) escrita después de la desaparición del dirigente campesino Jesús Oropeza en 1984 a manos del gobierno de Fernando Belaúnde.

El argumento es aterrador: Alfonso Cánepa, dirigente campesino, es acusado de terrorismo y asesinado extrajudicialmente; sus restos son quemados y un policía toma algunos huesos de Cánepa y se los lleva a Lima. La misión del muerto será viajar hasta la capital peruana para reclamar sus huesos y entrevistarse con el presidente.

La novela se construye a través del viaje de un hombre calcinado, sin piernas ni el brazo derecho y tuerto; la gente no se sorprenderá del aspecto del dirigente; algunos le preguntarán si es un fenómeno de circo o un zambo (término peyorativo para los de piel oscura) y se reirán de él.

En todas las líneas de su obra, Ortega pareciera escribir sobre Guatemala. Las similitudes sociales son espeluznantes.

En el camino a Lima, Cánepa encontrará a un antropólogo, «limeño, blanquito y criollo», con quien discutirá temas importantísimos: Sendero Luminoso (organización terrorista, de extrema izquierda, que sembró el terror en las áreas rurales del Perú de finales de la década de los ochenta); Pizarro; los EE.UU. («, y la niñez peruana. Este detalle es importante para el desarrollo de la novela; Cánepa encontrará a un chico en el camino y lo cuestiona sobre su futuro:

―Vamos a ver ―volví a la carga―, ¿y no has pensado enrolarte con los terrucos [terroristas], los senderistas?

―No, Tayta [señor] ―replicó, sin embargo―. Sendero ya mató a mi hermano, por soplón, diciendo. Y sinchis [policía peruana] mataron a mi hermana, por puta, dicen, de la zona liberada. Mejor me voy por mi cuenta.

―Pero si no estudias para antropólogo, si no te metes en la coca, si no te vas con Sendero, te queda poco futuro en el Perú ―sentencié―.

La novela se titula Adiós Ayacucho. Esta región del Perú es crucial para entender la problemática peruana de finales de los ochenta. En este lugar, Sendero Luminoso le declaró la guerra al gobierno en 1980. Los campesinos de la zona fueron reclutados o extorsionados; las mujeres ultrajadas y los chicos usados como cuerpos de reserva. El gobierno reaccionó: armó a los campesinos y nombró cuerpos de guardia local, sinchis, parecidos a los PAC de Guatemala. Durante la guerra contra los senderistas, el gobierno arremetió contra líderes comunitarios, dirigentes estudiantiles, pensadores de izquierda y todo aquel que pudiera colaborar o simpatizar con Sendero Luminoso. La Masacre de Putis, donde alrededor de doscientos civiles fueron masacrados por una unidad del ejército al ser confundidos con senderistas es una terrible muestra de la represión. Los civiles fueron enterrados en un conjunto de fosas comunes clandestinas. La reacción del presidente Belaúnde fue secreta, dubitativa y en ocasiones dudosa.

Julio Ortega escribe entonces una novela furiosa; llena de ironía, («Es mejor perder por un número de votos, que por un número de muertos»), donde analiza al Perú de su época, y quizá de la actual, porque también suena a Guatemala y sangra como Guatemala y se olvida del pasado como Guatemala y niega su propia inmundicia como Guatemala.

Cánepa sigue en su odisea personal. Con muchos sufrimientos llega a Lima. Ahí es guiado por un chico listo, Señor Niño, un Lazarillo o un Oliver Twist, que lo ayuda a enfrentarse a Lima y su misión: llegar hasta Belaúnde y darle una carta donde denuncia su propia muerte y exige sus huesos.

Los capítulos finales son alegóricos: el presidente pronuncia un discurso para los mendigos de Lima, en un momento donde la inflación y la devaluación del sol, propiciaron el crecimiento de la deuda externa. Cánepa se abre paso entre los presentes y llega finalmente hacia Belaúnde. Le entrega la carta pero el presidente, elegido constitucionalmente después de una dictadura militar, se rehúsa a leerla y la arroja al suelo.

Cánepa sabe que pronto morirá totalmente. Le pide al Señor Niño que lo lleve hacia el monumento a Pizarro, el Conquistador del Perú, ubicado en la plaza central. Allí se guarda una urna con sus huesos. Cánepa finalmente se introduce en la urna y se siente completo. Su misión ha fracasado. Sus huesos de indígena se confunden con los del invasor español; y se convierte en un muerto más en la lista larga y cruel de un presidente que será recordado más por el número de muertos que por el número de votos.

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