Canción [millennial] de Navidad


Rubí_ Perfil Casi literalReleer textos es un acto de purificación. Hay verdad en la idea ―aunque desgastada― de que regresar a las primeras lecturas equivale a redibujar nuestras huellas por los callejones de la infancia. Los primeros bocados de literatura que dimos a nuestros ojos son tesoros protegidos a piedra y lodo aunque muchas veces nos enferma la petulancia. Leer nos hace eternos nómadas, sin embargo, nos compensa ir a la delantera de una carrera intelectual ficticia y sin rumbo que nos trazamos por lo angustiante que resulta saber que moriremos sin haberlo leído todo. Asumido esto, somos obligados a avanzar y de a poco dejamos de lado lo que como lectores nos llevó a donde estamos. Sin darnos cuenta, nos perdemos de mucho.

Ya sea por desgracia o por fortuna, hay excepciones en estos episodios de vanidad. En mi caso fue una combinación de ambas. Quizá porque la época navideña comenzó para mi atormentada cabeza desde que leí en un periódico que “octubre es el nuevo diciembre” y eso me hizo buscar un antídoto contra la embestida publicitaria. Leí por cuarta vez A Christmas Carol (Canción de Navidad, 1843), de Charles Dickens: la historia del anciano avaro Ebenezer Scrooge visitado en Nochebuena por tres episodios de conciencia representados   en espíritu.

En efecto, lo que cuando niña me parecía la Inglaterra jolgoriosa donde mujeres de largos vestidos horneaban pasteles y parecían muy cómodas con sus roles mientras los hombres trabajaban ensuciándose las manos con una sonrisa en el rostro, es ahora la Inglaterra victoriana: potencia mundial donde las bondades y maldades de la Revolución Industrial se asentaron para acumular riqueza dinástica y donde la pobreza era una condición que merecía pena de cárcel en las eufemísticas workhouses que no fueron sino asilos de hambre que eliminaban del paisaje citadino a los niños hambrientos y a las prostitutas, personajes que el buen Dickens recoloca sin recelo en casi toda su producción narrativa. Un punto para el devoto observador de la conducta humana y futuro creyente de El origen de las especies de Darwin (1859).

Para bajarme el trago amargo de la Navidad como un pretexto de despilfarro y alimento del pozo sin fondo emocional que padecemos muchos, quise leer Canción de Navidad cual niña entusiasta arrullada por el espíritu navideño. No lo logré; más bien terminé siendo una versión millennial de Ebenezer Scrooge. ¿Por qué? Porque la narrativa de Dickens me devolvió el golpe de una civilización acelerada a causa de los mismos motivos por los que 174 años después se acelera y sigue acelerando la nuestra. Porque entendí que no es nada contra la paz ni la buena voluntad, banderas que ondean en cada mensaje que recibimos de los que nos aman. Mi recelo es contra la banalización del universo sentimental mutilado por precios, situación que permitimos al restar abrazos y sumar obsequios que bien podemos dar sin el mandato de un calendario.

Creo que volver a la novela navideña por excelencia no me ayudó a defenderme del terrorismo mercantil que tanto me angustia año con año. Lo cierto es que retomar lecturas es purificante porque, si bien no nos devuelve ―como en mi caso― lo que el tiempo y su paso arrebatado nos quita, nos permite recordar que una vez fuimos niños lectores, que los edificios fueron altos, que el olor de la luz de las velas era real y que los agujeros en las ropas no son motivo de vergüenza. Esto nos puede suceder leyendo lo que leímos cuando niños, sin necesidad de aguardar en Nochebuena por los tres espíritus de conciencia.

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