Dile que no nos maten


Rubí_ Perfil Casi literalCuesta creer que ser joven sea una sentencia de muerte. No digamos que lo sea desde que se nace en un país más pequeño que sus problemas, que la herencia ancestral pese tanto y que el gentilicio sea un dilema fronterizo más allá de la tierra. Cuesta ser joven y renunciar al derecho de soñar con algo mejor de lo que tuvieron los abuelos y los padres. Y lo que pesa aún más que todo eso es saber que en la tierra donde se siembran los suspiros no hay respuesta a tanta carencia, y aunque se rieguen sus rajaduras con lágrimas de desesperación, esta es infértil. En ella crece el pasto, pero no para todos.

Esta es la hiel, el rescoldo que deja la lectura del cuento «¡Diles que no me maten!», donde un hombre joven, Juvencio Nava, asesina a otro por el hambre que padece su ganado. Guadalupe Terreros vive al otro lado de la cerca, donde el pasto crece vasto y verde, y le niega al otro, su compadre, el paso a sus tierras para que su ganado pueda alimentarse. La desesperación nubla el juicio de Juvencio y asesina a Terreros. Desde el crimen, Nava busca guaridas donde se asila hasta que el tiempo se lleva el problema junto con sus herederos. Pero a los años lo buscan para vengar a Terreras; lo encuentran. Manda a su hijo Justino con quienes lo preguntan para que abogue por él.

Antes de eso, Juvencio Nava confía en el añejamiento del problema, porque «quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba». Así, en la fe en el tiempo como verdugo compasivo, sucedió con Claudia Gómez, una joven guatemalteca de 20 años que quiso cruzar la frontera hacia Estados Unidos y que fe asesinada por un guardia de migración en Laredo, Texas hace dos semanas. ¿Quién le iba a decir a Claudia que el país del sueño americano no existía para ella, que el pasto de allá tampoco serviría para los suyos, por un asunto tan viejo y tan rancio como la segregación racial?

Claro, ¿cómo iba Claudia a saberlo? Sin dudas, antes de irse aún creía en la democracia, en los Acuerdos de Paz o en la soberanía y demás bufonadas proselitistas que no tardan en dejar el chiquero y estamparse por las calles. Nadie llegó a su natal San Juan Ostuncalco a decirle que con su título de nivel medio no generaría nunca acá en Guatemala o en otro país ni la décima parte de lo que en dinero se harta la ungidocracia en dietas diarias y demás lujos que son el hambre ajena. Pero quién la culpa por decepcionarse y buscar soluciones; quién la culpa por creer en otras mentiras bien vendidas en los canales de la televisión abierta e incluso en la televisión por cable (donde Estados Unidos es el dios gordo y bonachón). No hubo quién le dijera a Claudia que la segregación racial es legítima desde arriba en aquel país, que si se cometiera un crimen en su contra sería aplaudido por los más, por aquellos para los que ella trabajaría de haber podido cruzar la cerca, e incluso, por algunos otros de su país, de su tierra infértil. Pero aunque sucediere, cuando la necesidad y el miedo luchan, la necesidad gana.

Así pasó con Juvencio en el cuento de Rulfo, con la salvedad de haberse hecho viejo con la culpa propia. Pero la guatemalteca solo tenía la culpa de ser una mujer joven indígena, de haber nacido en la letrina trasera, donde para muchos ―con la única neurona que les controla la baba y sacan su veneno racista en una red social― era ciudadana de tercera categoría por ser indígena.

¿Que hay resarcimiento económico? De acuerdo, pero no hay precio que devuelva una hija a su hogar porque el Estado que niega las oportunidades es también cómplice de aquel que asesina en nombre de los intereses de su imperio.

A Claudia le tocó soñar con cruzar la cerca para llevar pasto a los suyos y encontró la muerte a cambio. Pero si viviera, si hubiera podido defenderse, si el guardia fronterizo la hubiese escuchado como Justino escuchó a Juvencio para que abogase por él… Si el oficial la hubiese dejado vivir, ella habría hablado en su nombre y en el de todos los jóvenes que apuestan sus vidas por irse al país del Norte. Le habría dicho al guardia ―para que el dueño del pastizal mayor atendiera algo tan simple―: ¡  Que no nos maten!

¿Quién es Rubí Véliz Catalán?

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