Esto no es una crítica


Rubí_ Perfil Casi literal«A la tierra que fueres, haz lo que vieres», dijeron. Nuestra marginalidad sería nuestro estandarte. El brillo en los ojos de nuestros padres —pero no de los que «lucharon un día»— nos comprometería cuando llegáramos a cambiar las cosas para ellos, para nosotros y para los que vinieran. Nos repartimos los escombros de un sueño ajeno y sin chistar ni cuestionar, entramos al pacto. Y cuando por fin llegamos, hicimos lo que se suponía que debíamos hacer no sin antes plegarnos a los ritos de iniciación: recibimos cual pequeñuelos imberbes el fuego bautismal de la tribu. Hicimos lo que vimos y nos dejamos hacer. Después nada pasó.

Una vez adentro, estábamos listos: comenzamos por leer obras de culto y a frecuentar festejos prefechados donde entendíamos poco o nada de lo que decían, desde lo alto, las sombras vociferantes. Allí bebíamos un acre licor sabor a choque ancestral y privilegio novato. Se nos emborrachó para siempre la conciencia y nos vestimos de gala con camisetas que contaban la historia de un tiempo que ya no era el nuestro. Intentábamos revivir a los muertos, a nuestros muertos: apropiárnoslos era nuestro derecho de logia, pero ya pertenecíamos aun sin reconocer aquellos nombres ni sus rostros. Sin tener ideas propias y sin entender por qué estábamos allí, pertenecíamos. Pertenecíamos y eso era lo importante porque estábamos cumpliendo. Ya no éramos los mismos, éramos otros: éramos los herederos. Pero nada pasó.

Nada pasó excepto los años. Entonces, la llama cesó, los ojos se abrieron y los libros de culto llevaron a otros un tanto ajenos, réprobos o hasta olvidados: en nuestra propia casa descubrimos la basura debajo de la alfombra. Reconocimos la ruina entendiendo que, incluso en los templos donde se predica la lucha del hombre por el hombre, hasta los muertos gozan de jerarquía; que hay más mártires desconocidos que reconocidos en las serigrafías que se estampan en las telas que tapizan las paredes de aquella laberíntica ciudad que conserva la vena teológica en su nombre, muy orondo, resonante y que se luce tan bien en esos cartones rectangulares. Y entonces algo pasó.

Dejamos de ser la rapiña alrededor del despojo y de alimentar nuestra imagen a través de una lucha que nunca hicimos propia —porque nunca lo fue— más allá de nuestras vestiduras ocasionales y nuestra capacidad primitiva de gritar por las calles, creyéndonos «la voz de los sin voz», valiéndonos de un discurso semi-elocuente y mordaz donde «hueco» y «puta» son comodines para cualquier querella verbal, condimentado con todo el picor que nuestro idiolecto variopinto nos permite porque hasta allí nos dio la chamarra de la creatividad.

En la camiseta con la cara grisácea del presidente despojado, dejamos el anonimato. Reconocimos causas y efectos, enterramos a los muertos. Advertimos, sin nostalgia, que el tiempo es otro, que los nombres cambian y que la resistencia individual es lo que queda.

No estamos derrotados porque nuestra lucha no era esa, la de ellos; nuestra lucha es otra y no lleva escudos, ni banderas soberanas, ni acrónimos. Fuimos, vimos e hicimos, pero seguimos. Desde entonces nos llaman «los desterrados». Y ¿qué nos queda? Lo que queda es resistir ante la crítica aunque, como lo dice el título de este artículo: esto no es una crítica.

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