Lo que el diablo desquita al que da y quita


Rubí_ Perfil Casi literal«Cuando un imbécil no ve la salida, se imagina que todo ha concluido».

Goethe, Fausto

Qué lejos estoy de la niña que leyó el cuento «El diablo de la botella», de Robert Louis Stevenson, y creyó que se podía engañar al diablo en nombre del amor. Nada como releerlo veinte años después como adulta podrida para saber que lo que Stevenson quiso decir fue que el amor, mientras hay avaricia, está muy por debajo del dinero.

Para quienes no han leído este nada inocente cuento, lo resumiré así: un isleño compra una botella donde habita un diablillo que concede todos sus deseos. El artilugio, que debe venderse a un centavo menos del precio de compra, cambia de dueño no sin antes arrebatar con su fuerza maligna aquello que su dueño más ama. Codiciosos arruinados van y vuelven hasta que el precio de la botella desciende a una cantidad indivisible; entonces, alguien (quizá el menos culpable o el más avaro) condena su alma a las llamas infernales.

A lo mejor el autor solo intentó ejercitar ―como en todos sus Cuentos de los mares del Sur― esa exitosa dicotomía del bien sobre el mal a costa del fallido colonialismo europeo cimentado en la civilización paternalista de las tribus aborígenes. Sifilización… digo, «civilización» patrocinada por los europeos y que mató al prodigioso pintor francés Paul Gauguin, quien sufrió un arrebato de enamoramiento por la Polinesia y cuyas pinturas de samoanas voluptuosas nos llevan al macabro cuento de Stevenson.

Puede, también, que solo debamos pensar cual niños que el fin no justifica los medios, tal y como nos lo intentó decir Goethe en Fausto a través de Mefistófeles o en «La lámpara de Aladino» de Las mil y una noches, donde el genio (nunca el de Disney) da y quita.

Hay tantos genios como imbéciles que los encuentran, dijo Goethe, y que exprimen a su diablo hasta hacerlo padecer. No ven salidas porque dan todo por concluido en su autocomplaciente estupidez. Estos diablos bonachones andan por doquier y son, a veces, empresarios que financian presidentes amnésicos y berrinchudos. Pueden ser, a lo mejor, militares de alto rango en un país atrasado y servil que cuelgan piñatas panzonas de armas para el crimen organizado (¿organizado por quién?).

En fin, lejos estamos de leer a Stevenson como quien hubiera pedido al diablo un par de patines o que el niño o niña de quien gusta le tome de la mano. Cerca, eso sí, estamos de los otros diablos, esos que se disculpan por repartir bondades en donde no deben y que juegan a la finca. Esos que desquitan lo que dan y lo que quitan.

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