Tres y seis no son diez: Los renglones torcidos de Dios


Rubí_ Perfil Casi literal

De todos  los temas que pude tratar en este artículo, escogí uno en particular que poco o nada tiene que ver con la independencia del país, el respeto hacia los símbolos patrios —virtud de la cual dicen los medios de comunicación masiva que debería nutrirse el ser guatemalteco—, la macroceguera política, etcétera. Si bien no estoy de acuerdo con mucho del quehacer cívico que pulula en cada rincón de Guatemala, por razones de distinta índole que no viene al caso revelar aquí, he de mencionar que admiro todas y cada una de las manifestaciones de lealtad que mis compatriotas (a su respetable manera) demuestran a la tierra que compartimos.

Al pensar en el todo septembrino, intentando sopesar lo bueno sobre  lo malo, lo mejor sobre lo peor —a fuerza de ignorar las páginas aprehendidas de la historia de Centroamérica que exudan el meritorio desempeño de personalidades como Jacobo Árbenz Guzmán o Juan José Arévalo— y concluir en que, en estos dorados tiempos, las autoridades gubernamentales, en lugar de atender mejor su gestión, se ocupan más de concordar en si estará o no estará “fisiquín” cierto sujeto, recordé una frase dicha por el dramaturgo y cineasta francés Sacha Guirty: “definitivamente habrá que rendirse a la evidencia de que este mundo está loco.”

Ya que no pretendo someter a los lectores a frustraciones colectivas y demás descontentos,  y para no perder el objetivo de este espacio, me concentraré en la última palabra de la frase dicha por Guirty: loco; adjetivo del cual nos valemos en innumerables ocasiones para calificarnos a nosotros mismos u otras personas, resaltando en todo caso alguna irregularidad en el proceder mental y actitudinal. Gracias a esto viene al caso la mención de un maravilloso libro en donde la locura es el personaje principal. Me refiero a Los renglones torcidos de Dios, escrito durante los años setenta por el español Torcuato Luca de Tena. La vastedad de fuentes  para indagar en los datos biográficos del autor me limita a exponer únicamente mi apreciación crítica de la novela.

¿Por dónde comenzar a criticar este magnifico tratado de la eterna rivalidad entre la demencia y el  sano juicio? Una respuesta inmediata es la de conocer el origen de su escritura: la internación voluntaria de De Tena en un centro psiquiátrico para lograr un acercamiento al sombrío mundo de las disociaciones síquicas. El documentarse vivencialmente fue un acierto a ojos vistas para el autor. El resultado: urdir la atípica historia de Alicia Gould, una perspicaz detective quien, en su delirio, cree fingirse loca para ser ingresada en el sanatorio mental y así descubrir al autor (interno también) de un asesinato. Su trastorno pasa desapercibido durante casi toda la narración, pues despierta en el lector no poca admiración. Esta mujer se nos presenta con una inteligencia superior a la de cualquiera perfilado como equilibrado; su entereza, perfecta asimilación de las situaciones, prudencia elocutiva, amplia cultura, impecables maneras y otras cualidades, nos conducen a cuestionarla a ella y cuestionarnos nosotros mismos sobre lo que suponemos como sanidad o insanidad mental.

En el ir y venir investigativo de Alicia, los reclusos protagonizan un frenesí convulso de situaciones que la razón puede juzgar como disparates propios de los internos. Descubrimiento de un asesinato: característica propia de la novela negra con matices de otros subgéneros literarios que derivan en una excepción literaria de colección y de la cual no pienso revelar más contenido por respeto a la lectura ajena.

Ahora bien, existe un ruido de fondo en esta novela de ficción; una invitación al análisis que involucra la interacción entre el dogma y la calamitosa condición del ser afectado por el torcido poder del mismo. No se necesita de un intelecto excepcional para deducir que el título impele a  distinguir el rechazo a la utilidad de la relegación a alguna divinidad. En palabras de Alicia “Los locos son una terrible equivocación de la Naturaleza; son las faltas de ortografía de Dios». Dicha afirmación metafórica me condujo a recordar lo que cuestionaba Nietzsche en la misma latitud: ¿Es el hombre sólo un fallo de Dios, o Dios sólo un fallo del hombre? Una pregunta como tal, le da una vuelta de trescientos sesenta grados a la intencionalidad de Los renglones torcidos de Dios.  Si algo es seguro es que hay diferentes argumentos en cada microcosmos, pues es demasiado lo que queda por inferir tras la lectura de esta novela donde se propician más preguntas que respuestas.

No sobra mencionar que la locura ha sido un ingrediente periódico en la literatura de todos los tiempos. Pasan por mi mente títulos como El perfume de Patrick Suskind, Delirio de Laura Restrepo, El psicoanalista de John Katzenbach, el infaltable Don Quijote de la Mancha y, aunque muchos no lo consideren como una propuesta para observar algún desorden mental, La vida es sueño de Pedro Calderón de la Barca proyecta en Segismundo cierto nivel de desequilibrio psicológico a causa del enclaustramiento al que lo sometió su padre, así como El Túnel de Ernesto Sabato. A propósito del género teatral, no pueden faltar Hamlet de Shakespeare y La sirena varada de Alejandro Casona como sugerencias personales.

Solo resta ratificar que en la novela de Torcuato Luca se rebelan a la luz de un mundo paralelo los más crudos arrebatos de las pasiones humanas, donde es válido todo aquello proscrito por cualquier guadaña racional.

P.D.: Con especial dedicatoria al dueño de esas páginas.

¿Quién es Rubí Véliz Catalán?

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