La vida encerrada


Gabriela Grajeda Arévalo_ perfil Casi literalViendo el sol amarillo estrellarse en mi ventana, calentando el vidrio —aunque un poco menos que a mediodía— y al mar parsimonioso, testigo de estos días de desesperanza, «¿Hacia dónde vamos?», me pregunto todos los días mientras vierto el té en mi taza clara, mientras lavo, mientras barro la sala. ¿Será que no he despertado? Alguna pesadilla, quizás de las más reales, pero un sueño al fin; uno desagradable. Me quiero despertar, todo queremos. Todos queremos volver a caminar por el parque, ir a comparar pan, ir al trabajo, saludar. Todos queremos abrazar. Hasta ahora entendemos que lo teníamos todo, ese todo del que siempre renegábamos porque, según nosotros, siempre hay algo que falta: otro carro, un nuevo conjunto de saco, la corbata de Armani o el anillo de oro. ¿Qué nos hace falta ahora que no tenemos libertad?

Todo se ve a la distancia como un eco superficial. ¿Compraba esas cosas frívolas?, me pregunto, ahora que solo pienso en que la comida alcance. La casa, la gente, nos hemos quedado, de pronto, encerrados en nosotros mismos. Y nuestros espacios se volvieron de otros y esos otros, en nuestros días. Se ven un par de carros transitar con egoísmo, gente haciendo colas para comprar papel higiénico. En eso se ha convertido la humanidad en menos de quince días.

Las luces empiezan a ser encendidas a eso de las seis y media. Se oyen algunos volviendo, a pesar del clamor de quedarse en casa. Aún existen esos a quienes no les importa el otro, «Es que no aguanto tanto encierro», me dijo alguien. Por las calles vuelan basuras, el aire parece bueno y da esa falsa ilusión de libertad hasta que alguno se acerca y te da miedo. ¿Quién puede saber si está apestado? Entonces corres a la otra esquina o por donde haya espacio, te lavas con jabón, te pones alcohol y así empieza la pesadilla de salir a una calle que no sabemos si nos regresará sanos. «Me faltaban pañales, por eso tuve que salir», me digo, tratando de no odiarme.

A estas alturas en las que ya todo parece perdido —como esos túneles cuya luz no aparece al final— las críticas llueven, la mente se altera, la gente se estresa y todo va a parar a las redes como si fuera un gran inodoro lleno de mierda. Se piensa en el futuro y lo intentas, rezas, escuchas a otros mientras se quejan, llamas a tu madre para que te consuele, escuchas música, te tomas un trago, escribes o lees… Pero mientras el agua tibia recorre tu cuerpo y el jabón que antes mirabas de menos empieza a escasear piensas en esos días en los que tenías el desayuno temprano, la mañana planeada y el maletín lleno de sueños. Ahora, pensar en un futuro se ha vuelto extraño. Somos realmente frágiles, como esa misma hoja que volaba sin rumbo días antes: volátiles, pretenciosos. ¿Cuánto podremos esperar sin desmoronarnos? ¿Cómo nos desinfectamos también el alma?

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