Los niños, víctimas silenciosas de la cuarentena


Gabriela Grajeda Arévalo_ perfil Casi literalPoco y nada he leído en los diarios del mundo sobre la travesía que están afrontando los niños durante esta desgraciada época. Los niños, esos seres inocentes que un día se quedaron sin amigos, sin escuela, sin actividades y de la noche a la mañana se vieron rodeados de cuatro paredes cual presos de guerra. «¿Por qué no puedo ir a fútbol, mami?», me preguntaba Mateo al inicio. Una pregunta que incluso a mí me costaba responderle, me quedaba con los ojos vidriosos viendo a la nada y preguntándome «¿Por qué?»

Lo que no cuentan los medios es que después de siete semanas de no salir de casa, los niños empiezan a adoptar comportamientos extraños porque ellos no pueden ponerle nombre a su desdicha. Los adultos solemos llamarle «depresión», «tristeza», «ansiedad», etcétera. Los niños, en cambio, no tienen la noción; se sienten tristes, su vida cambió y no entienden qué pasó. Entonces empiezan a llorar, a portarse mal, a tener regresiones que ya habían superado; por ejemplo: hacerse pipí encima, botar la comida al suelo, incluso tener sensibilidad extrema.

Me he topado con estos comportamientos de mi hija de cuatro años, quien cumplió esos cuatro este miércoles y tuvo que ver a sus abuelos a través de una pantalla. Ahora solo quiere dormir en nuestra cama, a veces se le olvida ir al baño, hace berrinches que nunca había hecho y se enfrasca en peleas con su hermano de siete. Entonces, al confinamiento y a la angustia le sumamos la de nuestros hijos, esos pequeños que no sabemos cómo aliviar.

Esos chiquitines que, como los míos, no tienen la suerte de tener un jardín, tratan de inventarse uno en el pasillo que conecta la sala con su habitación.

El sufrimiento silencioso de los niños solo lo conocemos los padres. El otro día hablaba con una amiga y me contaba que su hijo le decía llorando: «Extraño a mis amigos», mientras ella y su esposo se turnaban para jugar con él. Cuando el hijo de mi amiga, que es el mejor amigo del mío, se pudo conectar en las clases en línea, lo primero que hizo fue decirle a Mateo: «Te extraño».

Recuerdo que lloré escondiéndome en el lavadero de los platos que estaba lavando. Porque lo más difícil es entender que ellos también están librando una batalla. Pero los adultos solemos tener poca paciencia, queremos que —a pesar de la «cuarentena» que a este punto yo le llamo sobrevivencia— los niños hagan lo que tienen que hacer sin salirse de la línea, sin chillar, sin inmutarse, porque ya tenemos suficiente como para cargar encima con su comportamiento, hasta que paramos convirtiéndonos en psicólogos, profesores, cocineros, pintores y actores.

Y un día —entre la ropa tendida en la ventana y el polvo de los marcos de las fotos— observamos detenidamente sus pequeños cuerpos, les contamos el cuento del «Coronavirus» para que entiendan el porqué de su encierro, mientras vemos los pliegues de bebé que aún conservan en las piernas, o los dientes de leche que se asoman como amenaza y nos sentimos abrumados, porque si todo este embrollo no lo terminamos de entender nosotros, ¿cómo podemos pretender que lo entiendan ellos?

La labor del periodismo, a mi criterio, es dar una voz a los que no la tienen. Con este texto espero darles una voz a todos esos niños que lloran detrás de las puertas en la noche. A todos esos pequeños que no tienen otra opción que estar confinados en cuatro paredes con abusadores. A esos chiquitos que están solos, que están tristes, que se hacen pipí porque no saben cómo expresarse. A todas esas criaturas inocentes quiero que sepan que lo siento mucho, espero que algún día puedan disculparnos.

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