De investigador a paciente


Francisco Alejandro Méndez_ Perfil Casi literalEn las pasadas columnas he relatado algunas anécdotas relacionadas con mi salud o enfermedad, según el punto desde el que se quiera apreciar. Seguramente podría escribir durante un año sobre el tema, pero quiero finalizar esta serie con la historia de una hospitalización en Alemania, durante mi estadía en París, Francia.

La Alianza Francesa y la embajada de Francia en Guatemala patrocinaron mi viaje a la Ciudad Luz para que realizara una investigación en la Biblioteca Nacional de Francia (BNF), específicamente en la Biblioteca Richelieu, la que conserva millones de manuscritos. La tarea consistía en recabar y seleccionar manuscritos, fotos y demás para la organización de una exposición en conmemoración del cincuentenario —que se cumplió en el 2017— del Premio Nobel de Literatura a Miguel Ángel Asturias.

Cuando apenas llevaba un par de semanas viviendo en la Cité Internationale des Arts, ubicada a unos cien metros del Sena, sufrí un percance en el metro. El tren subterráneo se detuvo intempestivamente sin razón alguna. Yo viajaba de pie. Tras el frenazo salí aventado hacia adelante. Mis piernas golpearon un tubo y al instante sentí el crujido en ambas. Quise jugar a ser valiente durante tres días, seguí yendo a la biblioteca y me aguanté como los «machos», hasta que ya no pude más.

Las rodillas las tenía muy hinchadas y llenas de sangre (tomo anticoagulantes debido a que he tenido dos trombosis y dos embolias pulmonares). Un día ya no pude caminar debido al dolor (no conocía a nadie, la biblioteca y casi todo París estaba en huelga) así que le hablé a un sobrino que estudiaba en Düsseldolf, Alemania, para que me ayudara. Me dijo que mejor me fuera para su casa.

Tomé un Flix Bus, que durante ocho horas salió de París, pasó por Bélgica y llegó a tierras teutonas. Durante el caminó canté varias canciones en inglés e italiano con pasajeras de Turquía, un francés y un argelino. Además, tuve la oportunidad de volver a leer a Raymond Chandler.

Tras descender del bus y pisar tierras alemanas no pude caminar más y, literalmente, me desmoroné. Mi sobrino me llevó a su apartamento. Tras consultar los pormenores del seguro de viaje que los franceses me habían otorgado, realizó los trámites y en menos de diez minutos arribó un médico, quien, tras evaluarme, llamó a la ambulancia. El dolor me había provocado un estado muy parecido al etílico. Sentía fuertes mareos y me costaba elaborar un discurso coherente.

Durante el recorrido al hospital me dormí y cuando desperté estaba acostado en la sala del intensivo, quizá la mas hermosa que había visto durante mi vida de paciente.

Puedo entender algunos idiomas, pero de alemán solo conocía algunos insultos. Los médicos me preguntaban sobre medicamentos. Pude explicar algunos componentes gracias al latín.

Tras varios días en el intensivo fui trasladado a una habitación compartida. El primer compañero era un albano de unos 65 años. Intercambiamos palabras en italiano y entonamos canciones clásicas como aquella de: «Panadero, panadero, duerme ya», en los diversos idiomas que la sabíamos.

Al trasladarme a otra habitación compartí con un árabe tipo imán, pues lucía de mucha categoría. Lo visitaban dos veces al día, dos esposas y varios hijos. Al llegar toda su tropa le rezaban acuclillados y luego hacían lo mismo conmigo. Cuando se marchaban, platicábamos un poco en inglés y otro poco en francés. Le expliqué que no practicaba ninguna religión, pero si alguien quería rezar al lado de mi cama, no tenía inconveniente con ello. Me encantaba escucharlo cantar durante la noche.

Creo que se corrió la voz de que yo era guatemalteco, porque como al quinto día había peregrinación de enfermos para visitarme. Me llevaban fruta, periódicos y hasta me tomaban fotos. Yo no podía ni levantarme, así que tenía que aceptar todo. Hasta me advirtieron que llegaría a revisarme un consumado médico, subdirector de ese hospital considerado el segundo mejor del mundo, que me advirtieron que llegaría a revisarme.

Yo estaba feliz, pues ya quería que me dieran de alta, conocer la ciudad y tomar cerveza con mi sobrino-ahijado. Pero en ese momento no sospechaba que al día siguiente yo iba a ser una especie de conejillo de Indias.

Continúo este relato en la próxima entrega.

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