La fotonovela casi inconclusa


Francisco Alejandro Méndez_ Perfil Casi literalMe atrevo a afirmar que el primer día en una sala de cuidados intensivos es el más duro de todos. Quizá por la incertidumbre que te causa pensar si vas a salir con vida o con el cuerpo entero. Me sucedió una primera vez cuando los médicos me aplicaron toques eléctricos. Ingresé a esa sala, que es como el corredor de la muerte.

Durante unas horas estuve pendiente de los monitores, que mostraban con alertas, lo acelerado de mi corazón. «No se vaya a mover mucho porque se le van a desconectar los cables», me advirtió la enfermera.

De pronto ubicaron a don Mario frente a mi cama. Lo estuve observando. Su monitor mostraba un corazón relativamente sincronizado. Como a las 4 de la tarde me llevaron una bandeja con una naranja y gelatina. Don Mario no se comió la suya. Me preguntó: «¿La querés?», me la lanzó y echó su cuerpo de lado.

Al rato, su monitor transmitía una sola línea. Preocupado, llamé a la enfermera para decirle que quizá se le había desconectado. Sin embargo, al acercarse al paciente, activó la alarma para alertar que ya no tenía signos vitales. Lo declararon sin vida como a las 16:40 horas.

Unos veinte años más tarde, hacia 2007, ingresé a la emergencia de un hospital privado. Uno de los cardiólogos, tras revisarme minuciosamente, le pidió a mi entonces esposa que mejor fuera preparando el servicio funerario porque el diagnóstico era poco esperanzador. Esa vez tampoco me fui con Pancho, es decir, conmigo mismo; de lo contrario, esta columna les estaría llegando por medio de Ouija.

Lo cierto es que durante esa época yo era el escritor de la fotonovela Pasión por un beso, que se publicaba en Nuestro Diario y que, por cierto, causaba sensación. Cuando ingresé al hospital estaba por entregar unos capítulos clave, así que autorizaron a la productora y a su asistente ingresar a la sala para que yo pudiera narrarles esos episodios. Pensé que ya no los leería publicados. Tenía una trombosis y, además, una embolia pulmonar. Por otro lado, dictaba los capítulos con la idea de que iba a pasar a la fama por las circunstancias trágicas del romanticismo.

Un grupo de enfermeras y demás personal supo que era yo el escritor de esa melodramática historia. Llegaban a buscarme para que profundizara en ella y que les adelantara, «por favor», algunos capítulos. Imagínense, queridos lectores, que mientras me despedía mentalmente de mis seres queridos y amigos que abarrotaban la sala de espera —porque otra vez permanecía en una situación extrema—, también sentía que podría entrar al salón de la fama de los escritores de fotonovelas con historias inconclusas.

Como este Pulpo Zurdo quincenal tampoco tiene su final aquí, continúo en la próxima.

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