¿Para qué buscás a Horacio?


Francisco Alejandro Méndez_ Perfil Casi literalHace un par de décadas yo solo había publicado un libro: Graga y otros cuentos. Por otro lado, estaba tan embelesado con los cuentos de Horacio Castellanos Moya, que tomé la decisión de conducir mi auto desde la ciudad de Guatemala hasta la capital salvadoreña, a unos 450 kilómetros, solo para conocerlo. Había leído sus libros de cuentos Perfil de prófugo y ¿Qué signo es usted, niña Berta? En esos relatos descubrí el cinismo y el «colmillo» que Castellanos Moya clava en sus personajes y los convierte en referentes de una literatura centroamericana posmoderna. Su narrativa es plana y sin tanto subterfugio ―como quien dice, a la yugular―, sus cuentos están despojados de todo tipo de parafernalia y preciosismo, y más bien, como hechos para provocarle al lector una herida lacerante.

Sin embargo, he de confesar que estos libros de cuentos no tenían una ficha biográfica del autor, y si la tenían, simplemente no me percaté. Mis referencias de la literatura salvadoreña se centraban en la famosa «Generación comprometida» y, por supuesto, en quien fue y sigue siendo mi autor de cabecera y mi filósofo de referencia: Roque Dalton. Me había inscrito en un par de congresos literarios y había tenido la oportunidad de estrechar la mano del gran Manlio Argueta, de Tirso Canales, y del no menos famoso José Pichón Cea, por lo que, cuando leí los cuentos de Castellanos Moya, pensé erróneamente que él pertenecía a la misma generación que estos.

Mi viaje a El Salvador transcurrió con normalidad. La primera parada fue en Ahuachapán, para comer las primeras pupusas y las segundas Pilsener. Registro de hotel y la búsqueda de la sede del semanario Primera Plana, que Horacio dirigía por aquella época. Pero antes de ir en su búsqueda ―y gracias a un dato que un amigo músico me proporcionó en Guatemala― fui a La fonda del Viejo, un precioso bar ubicado en la calle Gabriela Mistral, donde las cervezas eran servidas en su punto y en el techo descansaban unas hermosas orquídeas. Luego, caminé un par de cuadras y me planté en el portón del periódico.

Le pregunté a una secretaria si podía pasar a saludar al escritor, pero ella me respondió si tenía cita con «Don Horacio». «No, señorita. Soy un escritor guatemalteco que vine a saludarlo. ¿Había que hacer cita?» «Permítame», me advirtió con una voz gangosa que se resbaló por todos los cables de un auricular hasta llegar a la bocina del altavoz.

Transcurrieron unos minutos y mientras tanto pensaba en que si habría algún bar cercano en el que vendieran bocas de «cuzuco» ―como le llaman al armadillo los salvadoreños― y en retirarme de inmediato del semanario, dado que siempre he odiado los procesos burocráticos, pero en esas estaba cuando, de nuevo la voz, ahora robótica, me ordenó «pase, por favor». Y entonces entré en la sala de una casa muy grande y muy bien distribuida. Más que un semanario, aquella casa parecía la embajada de alguna nación de Europa del Este. «Siéntese, muchacho», me volvió a ordenar la secretaria. Su voz ya no era tan gangosa y empezaba a creer que la cerveza que había ingerido en La fonda del Viejo sí me había pegado duro.

Le eché el ojo a varios de los números de Primera Plana tras negar una taza de café que me ofreció la muchacha, que usaba unos anteojos modernos. Estaba vestida ―como lo habría traducido una editorial española si yo escribiera en inglés―: con un mono azul. Entonces escuché que timbró el teléfono. Ella me volteó a ver, asintió, colgó y por segunda vez me dijo «pase por favor». Caminé por un pasillo que sentí tan largo como la Muralla china hasta llegar a una oficina. En una silla giratoria estaba recostado un tipo con el pelo enmarañado y que portaba anteojos cuadrados. Parecía que sus ojos daban vueltas cuando hablaba. Con una mano apretaba un habano y con la otra, un vaso con whisky (sobre el escritorio, a la par de sus pies) descansaba una botella de Johnny Walker.

—¿Para qué buscás a Horacio? —me lanzó la pregunta, la que me chiveó (chivear es un guatemaltequismo que es sinónimo de achicopalar o avergonzar).

En una siguiente entrega les termino de contar lo que pasó.

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