Salvador Bustos


Francisco Alejandro Méndez_ Perfil Casi literal[Foto de poratada: © Walter Arbaiza]

Qué le puede pasar a esta melodía de canción sin rodillas/

                                           sin miedo a la quilla de monstruos del mal.

Durante esta cuarentena, como muchos sabemos, la muerte se ensañó con esta (des)civilización. No se deja de hablar de ella ni de la pandemia. Cada minuto, las palabras cuarentena y pandemia junto con COVID-19, coronavirus, infección, contagio o síntomas surgen en todas las conversaciones, en redes sociales y hasta en mensajes lanzados desde aeronaves.

Los muertos son miles, pero, egoístamente, cada uno de nosotros almacena en el corazón solo a los suyos. La muerte nos pertenece y no nos es ajena, como diría Terencio y más tarde parafrasearía Erasmo de Rotterdam.

Yo tengo algunos de mis muertos guardados en mi almario. Aquellos que conocí, con los que intercambié un puro, una cerveza, una rola, libros, miradas, chats, emociones y hasta correntadas de arte. Algunos muy cercanos y otros que ni siquiera supieron de mi existencia, menos de mi obra. Pero eso no importa, lo que es válido es que yo los lloré y los sigo llorando, como lo escribió el desaparecido poeta costarricense Felipe Granados: Te lloré borracho…

Uno de los muertos que ocupan mi almario es el cantautor nicaragüense Salvador Bustos, el gran Chava. Creador de temas tan especiales como Canción sin rodillas. Lo recuerdo siempre con chanclas, fumando y sonriendo. Compartimos experiencias en varios países de América Central: su país natal, al que defendió con capa y guitarra; en El Salvador, donde compartimos escenario (yo leyendo, claro) en el mítico bar La Luna y en donde sus conciertos nos llenaron de amor y esperanza.

También en Guatemala. Se hospedó en mi apartamento durante más o menos dos semanas de lo más enigmáticas y alucinantes. Yo tenía a Rilke, mi primer perro weimaraner, a quien el Chava llegó a querer casi como a su guitarra. Al final, un día traté de volver a la realidad. Le mentí al decirle que íbamos a lavar su ropa, que la metiera toda en la valija. Al cabo de unos minutos lo fui a perder al Hipódromo del Norte, en la Zona 2, en el centro-norte de la Ciudad de Guatemala. No recuerdo si fue al Mono, a Gad o a Fernando a quien llamé para contarles de su aparición «divina» en la Zona 2.

En otra ocasión viajaba a El Salvador con el pintor Carlos Chávez y el desaparecido Rolando Masaya. En la carretera nos encontramos con Salvador Bustos, que pedía jalón. Tras detenernos le preguntamos para dónde viajaba y nos contestó: para Chile. Fue un viaje hacia Zifar que no duró cuatro horas, sino cuatro días. Visitamos todas las playas, desde Acajutla, pasando por La Libertad hasta el golfo de Fonseca.

Cuando se acabó la plata conseguimos cencerros y chinchines y, como un cuarteto, nos unimos al Chava en la cantada para poder reunir plata y comprar cubetazos de Pílsener. Para entonces ya habíamos probado vender de todo, sin ningún acierto: libros, discos y pinturas, pero nadie nos compró. Yo incluso hasta había instalado una mesa para ofrecer mis servicios de quiromántico. Todo fue un fracaso. En cambio, cuando interpretamos las rolas de José Alfredo Jiménez, Cuco Sánchez y Armando Manzanero en las esquinas de los changarros a parejas furtivas, tuvimos un éxito inigualable.

La noticia de su muerte me entró como verduguillo en el costado. Mi homenaje ha sido escuchar las piezas que compuso y cantó a sus compatriotas en el mero centro de la guerra. He repasado sus versos y siento como que lo escucho, con ese acento nicaragüense que no solamente se escucha, sino se siente. He derramado muchas lágrimas por ese compañero de guitarra armada.

Quizá Salvador Bustos también representa a todos aquellos músicos que un día están en el escenario o interpretando bajo el sol alguna pieza solicitada por un demente: vestidos de blanco, con una guayabera y caites de cuero, sombrero y lentes oscuros; pero que otro día, desaparecen para siempre, aunque su voz siga emitiendo notas que caen como lluvia, como estalactitas, como lágrimas.

[Foto de poratada: © Walter Arbaiza]

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