Sobre la intranquilidad existencial


Sergio Castañeda_ Perfil Casi literalMartín Heidegger define al humano como un “ser para la muerte”. Reflexionar sobre esto definitivamente incomoda, angustia, apesadumbra nuestra conciencia; ¿pero, por qué; si no es acaso nuestra finitud un aspecto fundamental de la condición humana?

El tiempo, como bien sabemos, no para. Estamos condenados a dejar de existir algún día. ¿Quién, cubierto por la oscuridad y el silencio de la noche no se ha preguntado cómo y cuándo enfrentar ese destino inevitable? ¿A qué debemos esa necedad humana de hacernos preguntas que no tienen respuestas?

Tomar conciencia de nuestra finitud nos inquieta, nos pone de frente con nuestra inherente soledad y pequeñez dentro de un universo en constante expansión. Así es como, ante esto, creamos cantidad de ideas, instituciones y objetos para distraernos y olvidarnos de nuestra, digamos, patética condición; así es como le damos estructura a nuestra cotidianidad, así hemos ido creando “absolutos”, así nos hemos inclinado por el consumismo y la adquisición de objetos; así, pues, hemos inventado diversos fármacos con los que buscamos apaciguar dicha desolación.

Pero a pesar de todas las invenciones divinas y/o terrenales que el ser humano ha creado a través de la historia para proveerse el derecho a una cierta tranquilidad ante la noción de finitud, siempre hay algo de nerviosismo ante el latente derrumbe de todas las supuestas certezas —incluso en los entes más enajenados y dogmáticos—: quizá sea una potente duda, una íntima intuición arraigada en nuestra corteza que nos cuenta al oído que en el fondo… no hay fondo.

Estas cuestiones universales, filosóficas, de encontrar —como bien lo decía el autor de El extranjero— la absurdidad de la existencia a la vuelta de cualquier esquina, nos llevan a meditar sobre lo complejo y contradictorio que constituye el simple hecho de pensarnos, de filosofarnos, siendo este un acto que incomoda, y que pone contra las cuerdas nuestra conciencia; es tan contradictorio que, lejos de resolver a ciencia exacta estas cuestiones, logra plantear muchas más y, aun así, se encuentran en ellas grandes e intensas satisfacciones intelectuales.

Afrontar nuestra pequeñez, soportar nuestra angustia, elegir con pies ligeros y desde un acto de conciencia entre las múltiples posibilidades que se nos presentan para crear nuestro camino, para buscar formas de encarar la vida, es un acto reivindicativo y de grandeza humana. Este tipo de incertidumbre y desolación ante la nada, ante eso que no podemos concebir pero que nos acompaña constantemente, nos hace volver a nuestras pulsiones, deseos y reflexiones más sinceras y originarias. Esa pesadumbre nos saca de la cotidianidad que nos absorbe y aliena cual autómatas buscando calmar nuestra intranquilidad existencial.

Reconocer nuestra condición humana nos llevará, por momentos, a sentirnos solos ya sea en medio de conglomerados de personas y objetos o en nuestra cama a las tres de la mañana. Contemplar nuestra finitud nos lleva a reconocer el sin sentido de todo, pero, ¿no es también esa conciencia la que nos lleva al crecimiento y maduración puesto que afrontamos la vida desde una rebelión basada en la intensidad, el aprendizaje, el gozo y el infinito valor de cada momento que no se repitirá? Y es que cuando nos concientizamos acerca de que seremos parte de la nada durante un tiempo irreductible a la razón, podemos elegir entre deprimirnos por nuestra efímera existencia o liberarnos y vivir.

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