La patria en tiempos de El asco


Rodrigo Vidaurre_ Casi literalAl regresar a El Salvador me recibió el calor de San Luis Talpa y una familiar mezcla de nostalgia y melancolía. En mi mente aparecía la eterna pregunta ético-existencial de cómo, cuándo y por qué quedarme para siempre. Con la pandemia todavía en el aire y sin muchas distracciones traté de buscar alguna respuesta en la torre de libros que se empolvan en mi casa.

Primero leí las memorias de estudiante y funcionario de mi abuelo. Leí, por ejemplo, cómo en 1944 se fue a Guatemala junto a otros jóvenes demócratas y regresó con un fusil y la intención de derrocar la dictadura de Osmín Aguirre y Salinas. Leí también sobre los años posteriores en los cuales buscó la democratización y la justicia social por la vía política, consiguiendo varias victorias discretas pero reales.

En esa mentalidad me encontraba cuando agarré El asco: Thomas Bernhard en San Salvador, de Horacio Castellanos Moya. En esta fascinante novela encontré una sensibilidad diferente, incluso opuesta, al patriotismo de mi abuelo en la década de 1979. Moya, a través de Edgardo Vega, a través de Thomas Bernhard, da voz a un salvadoreño arquetípico de la posguerra; al salvadoreño que elige distanciarse física y espiritualmente de las masas vulgares e instituciones corruptas que ve en nuestro país. Las impresiones de Vega, aunque exageradas y estilizadas, son las frustraciones y decepciones de dos generaciones de salvadoreños.

Se ha hablado de El asco como la manifestación de una nueva ética cosmopolita en El Salvador; la del profesional educado de clase media que, quizás por primera vez en nuestra historia, no cree en su país ni siente el deber de hacerlo. Esta ética concluye que el nacionalismo es una ficción inútil y predica un compromiso con una humanidad universal por encima de la comunidad local. En este imaginario, irse no es solo un acto individualista, sino un deber existencial que se ve reflejado en las palabras de Vega: «No perdás el tiempo, Moya, éste no es un país de escritores, resulta imposible que este país produzca escritores de calidad».

En la década de 1990 su polémica todavía se topó con un patriotismo decadente pero agresivo (mismo que amenazó al autor y quiso prohibir su obra) y con una cierta esperanza en el futuro representada por el personaje de Moya. Veinte años después, El asco es un poco más totalizante. Vivimos en un país donde todos nos sentimos Thomas Bernhard, un El Salvador ya desertado (y por buena razón) por Castellanos Moya, lleno de maquilas y Call Centers, gobernado por sinvergüenzas más sinvergüenzas que los de aquel tiempo. Un lugar de donde los ricos huyen por asco y los pobres lo hacen para sobrevivir.

Se podría decir que el sueño cosmopolita nos salió por la culata. Vista desde otro ángulo, la heroica carrera por escapar se traduce a una fuga masiva de cerebros y de capital humano, dejando atrás un país que, si bien Vega dice que no existe, existe como realidad material para los millones que se quedan. Los que nos vamos podemos respirar aliviados, tachando cualquier sensación culposa de patriotismo sentimental, provincial y anacrónico, indigno de un ciudadano moderno y educado. Claro que quiero trabajar por la humanidad, nos decimos, pero por otras humanidades menos inconvenientes.

Cierro el libro e interrogo a mi patria. Un gobierno autoritario e incompetente y una total sumisión a las fuerzas de la globalización nos mantienen en una pobreza espiritual y material que habría puesto a rezar a Thomas Bernhard. Siento el asco, pero al poner el noticiero veo a unos pocos salvadoreños luchando por el derecho al agua, la justicia histórica y el Estado de derecho. Veo a otros creando arte y a unos más regresando al país, quizás guiados por inquietudes confusas y masoquistas como las mías.

No tengo ilusiones sobre el patriotismo de ojos brillantes que conoció mi abuelo. Creo que el asco que diagnosticó Castellanos Moya es real, merecido y va para largo. Pero a lo mejor ahora nos toca un asco diferente, afín a lo que Roque Dalton tenía en mente cuando habló de odiar a nuestro país de manera creadora. «Por eso más te vale no meterte a redentor», nos advierte Edgardo Vega, y yo, que ya no encuentro ninguna virtud en el cinismo, me pregunto: ¿por qué no?

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