Este es el sueño que sobreviene a mi memoria y fue soñado por mis antepasados. El sueño llega a mí como un rayo de luz en la mañana, obedezco su llamado para despertar y deshelar los pensamientos. Veo árboles oscuros y pesados, sus hojas de un rojo profundo se mezclan con la tierra y el reflejo del amanecer en las rocas de la montaña. Siento el agua que empieza a correr bajo mis pies, el frío me asalta, como reviviéndome de otro sueño. Mis pies son raíces que he echado como anclas a mi lugar de origen; mis raíces me sostienen, no me dejan ir, pero me permiten crecer.
Las horas atraviesan el día pausadas, no hay movimiento alguno, excepto por los deslizamientos del viento y el retumbo de la tierra, solo el avance del tiempo deja percibir el cambio lento del paisaje. Este estado vegetativo solo conoce el silencio, me trae de vuelta a la humedad oscura en lo hondo de la tierra negra. Sobre las montañas no se divisan nubes, solo un ligero brillo que parece sostener a lo lejos la promesa de tesoros destinados a la vida que exige a gritos plenitud. La montaña también tiene raíces, al igual que yo y al igual que los cedros que engendran a sus semejantes en el valle y en las laderas. Es la siembra y el cultivo en el arduo permanecer de su existencia. Veo el sol caer sobre las llanuras y el bosque. Una lluvia suave cae y lava la tierra, el frío inunda mis pies de nuevo. Siento la gravedad a mis costados, arrastrándome.
Al final del día los árboles se retuercen, meciéndose en el aire frío del atardecer, cada una de sus ramas cuenta una historia. Sus hojas y frutos son reflejos de sus raíces. Sobreviven de cara al viento, sin ser perturbados por el tiempo. Surcan los ciclos de vida como olas de mar que se lanzan infinitamente hacia la nada. Los árboles, como nosotros, también migran buscando el cielo.
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