La revolución religiosa latinoamericana


Javier Stanziola_ Perfil Casi literalDilma Rousseff, la comunista brasileña, se pronunció «personalmente en contra del aborto» para comprar aliados y poder convertirse en la primera mujer en llegar a la presidencia de su país. Sebastián Piñera, el derechista chileno, buscó a cuatro evangélicos para que asesoraran su campaña presidencial. Presidente otra vez, se ha comprometido a «perfeccionar» las leyes de salud reproductiva. Fabricio Alvarado, un artista de música cristiana, hizo clara su oposición al matrimonio igualitario y, como acariciado por el poder de la brisa ecuménica de la Virgen de Guadalupe, hoy se encuentra a un paso de convertirse en el próximo presidente de Costa Rica.

Damián. En ese zoótropo que me invade el cerebro al escuchar sobre la revolución religiosa latinoamericana, también está el Damián de hace veinte años compartiendo mi colchón universitario. Partido en 360 grados, veo a aquel sacerdote recién salido del seminario con su mirada triste, dientes de té y un curioso caso de fimosis. Mareado por su belleza de irlandés rural, dejo que me hable nuevamente con su inagotable capacidad de arrastrar cada palabra que pronuncia: «No creo en dioses omnipresentes ni milagros de pan y vino. Pero no te equivoques. No dejaré mi sacerdocio por mi falta de fe en mitos religiosos, por ser gay o por un romance». Tratando de estirar mi cuello y abrir mis ojos hasta que las pestañas me lleguen a la frente, escucho su sentencia final: «la mujer que llega a la capilla confundida por los golpes de su marido, la adolescente que quedó encinta por un hombre que apenas conoce: vienen a mí en busca de calma, confían en el poder que me ha dado nuestra iglesia. Con el alzacuellos, mi intenso deseo de ayudar a otros a darle significado a sus vidas se convierte en realidad todos los días».

Por muchos años la Lupita Ferrer que aún llevo dentro me impulsaba a encontrar amor en hombres sumidos en un eterno estado de stand-by. Mi homofobia interna me llevaba a entablar relaciones amorosas que rehusaban terminar con un simple «no eres tú, soy yo». Hoy, entrenado en economía y apaleado por la vida, el mareo de recordar esas relaciones con guiones de Delia Fiallo me hace establecer conexiones desordenadas con el complejo mapa político latinoamericano. Es cierto, los parlamentos enunciados durante esos amores veinteañeros están arrejuntados como hojas secas al final de la calle y es difícil descifrar dónde comienza uno y dónde termina el otro. Al mismo tiempo, la cicatriz es clara.

Los mejores parlamentos del Padre Damián venían después de la venida. Talvez sus monólogos poscoitales eren influenciados por el intenso placer que le producía el doloroso caparazón inmovible que envolvía su glande, o quizá se inspiraban por los llantos de culpa que le producía cada orgasmo y que solo podían ser callados con una plegaria donde cada palabra era alargada en una combinación cremosa de latín y gaélico irlandés.

Lo cierto es que sus palabras aún viven en mí: «¿Fuiste a una escuela jesuita? Esos nunca entendieron que una cosa es ayudar a los pobres y otra es mentirles con promesas de revolución. El Papa hizo lo correcto al amordazarlos».  Y sigue: «Todos los días hago terapia familiar con esposos destruidos por la falta de atención de sus mujeres. Ellas trabajan, atienden a los niños, cocinan. Están cansadas. Y no trabajan porque quieren. ¿Qué mujer trabaja por placer? Han sido obligadas a abandonar el hogar porque todo está caro. Caro porque el gobierno malgasta nuestros impuestos sin límites. Esa presión está causando que la institución de la familia se desintegre».

El Padre nunca me hablaba de los milagros de Jesús ni del poder de las vírgenes europeas, o de cómo debíamos prepararnos para la segunda venida. El sacerdote irlandés no tenía prioridades religiosas. Damián eyaculaba saboreando el placer de controlar a otra persona. Él deseaba que sus feligreses encontraran significado en sus vidas dentro del poder masculino, blanco, heterosexual. En fin, el fimoso no era más que un activista heteropatriarcal capitalista. Con esas tres palabras puedo encausar la ola de emociones que ese sacerdote con el prepucio estancado aún produce en mí, expulsarlo, reducir el poder de lo que calla en el púlpito. Adicto al poder, este activista promovía un modelo social que seduce nuestros instintos de sobrevivencia. Demanda hombres de hombros anchos en campos y maquiladoras. Crece con mujeres de caderas amplias atadas a camas y cocinas. Se sostiene gracias al contrato de muerte que hombre y mujer firman para lograr el sueño de casa propia.

Y con esas mismas tres palabras podríamos comenzar a enfrentar que las dinámicas políticas actuales no constituyen una revolución ni son religiosas. Los políticos y líderes católicos y evangélicos entienden que la mayoría no queremos cambios porque cambiar duele. En su lugar, queremos calma entre tanto caos. A cambio de seguir las órdenes del pastor o sacerdote de votar por tal y cual candidato, recibimos la calma que produce la promesa de luchar para que las mujeres paran sin parar, para que el estudio académico se convierta en hipoteca a bajos intereses, para destruir enemigos imaginarios que perturban el sistema límbico, como los gays, lesbianas y trans. Hay que calmar a los ciudadanos asegurándoles, como lo hizo recientemente el Monseñor Ulloa en Panamá, que los derechos humanos van en contra de los principios bíblicos.

No podemos simplemente decirle adiós o expulsar el escozor que la mal llamada revolución religiosa nos causa, pero sí debemos desmenuzar lo que callan sus líderes. Quedarnos en silencio prendería la llama a una ya henchida ola de calma.

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