Ostinato religioso


Javier Stanziola_ Perfil Casi literalEn la pantalla, la periodista lee sin una pizca de periodismo la nota de prensa que anuncia que un crucero llamado Esperanza pronto invadirá las costas de mi país.

«Regresa la librería flotante más grande del mundo. La más grande», celebra con gozo lechoso la gran dama de los noticieros en ayunas. «Es gratis. ¿Me escucharon, señores padres de familia? Gratis», subraya la reina del chisme masticando palabras cocinadas por tiranos de las relaciones públicas. «Ustedes siempre se me quejan de que no hay actividades sanas, gratuitas para sus hijos», dice, pero el que recibe la invitación es mi hijo, quien me pregunta por qué nunca lo he llevado a ese crucero si es gratis y si está lleno de libros. Yo no sé cómo explicarle que lo que escucha no es más que la táctica del ostinato empleada por un enjambre religioso. Mi mente no alcanza la velocidad necesaria para decodificar, a tiempo para mi hijo, que no todos los libros son libros. Y mucho menos sé cómo describir sin lastimar su naciente sentido de pudor que todo eso lo aprendí de un blanquito delgaducho de ojos amarillos que me hundió en un lodazal de sexo disfrazado de epifanía.

Pero antes de poder coser las palabras apropiadas para mi hijo, nuevamente dejo que me golpee la promoción disfrazada de noticia: «Gratis. Un crucero con miles de libros. Un espacio de cultura del primer mundo. Aprovechen. Nuestro gobierno no valora estas cosas. Miles de libros. Gratis. Miren cómo están nuestras bibliotecas adormecidas por la inercia de esos funcionarios públicos. Pero este crucero es la salvación. Miles de libros. Gratis. Miles. Gratis. Libros. Gratis». Es el mismo hipo promocional que utilizó hace ya tantos años el delgaducho evangélico cuando se sentó a mi lado en la parada de buses. Pero ¿quién le explica a mi hijo, a mis amigos, al país, que ese crucero no es más que una tolda religiosa metálica que viene a lavar cerebros con una combinación infalible de palabras dulces como el glicol y de sueños crujientes como los dólares que la sustentan?

«Luego de su estadía de casi un mes en Panamá, con una selección gloriosa de libros, gratis, miles de libros, zarparán a Puerto Quetzal, Acajutla, La Unión, Puntarenas. Este crucero del norte viene a Panamá y América Central a regalar cultura», regalos, muchos regalos me dio el ojiamarillo lleno de regalos, con su sonrisa de halcón, su cabellera caza arrecho, «tu piel la tostó nuestro salvador a la perfección», su cálida mano sobre mi mejilla haciéndome preguntas que sabían a susurros mojados.

Él sabía que lo mío eran ganas de cama, de vivir la Lupita Ferrer que yo llevaba dentro, pero todo buen guerrero sabe que la batalla se empieza donde se empieza, no donde se acaba. Y me volvía a atrapar, «tu piel quemada sobre la mía gracias a nuestro salvador». En esa parada de buses, el blanquito paliducho prometía compañía gratis cuando la soledad me tenía constipado, cuando yo no era más que un autómata sin luz propia.

Como buen vendedor de victorias imaginarias, al día siguiente el ojiamarillo me invitó a un café para conocer a sus amigos más cercanos pero menos interesados en pieles tostadas. «¿Ya aceptaste a nuestro salvador? Es la solución ante tanta corrupción», me arrullaban, «¿ya entregaste tu cuerpo limitado al espíritu eterno de nuestro Señor Jesucristo?», repetían, y yo asentía chapoteando, buscando la mirada de mi flaco.

Otro día, otros amigos, esta vez en un parque vestido de pícnic, esta vez más efusivos, «nuestro salvador conoce todos tus deseos», más llenos de abrazos, «acepta el poder de Cristo, nuestro salvador ante tanta corrupción», y con una cálida curiosidad por saber: «¿has sentido el poder de nuestro salvador en tu alma?», y las preguntas ya no eran preguntas sino cantos de esperanza.

Blandito, llegué al nido donde el paliducho bautizaba, rezaba y recibía diezmo. Entre tantas caras conocidas me sentí bienvenido, listo para finalmente responder a gritos «sí, acepto al salvador anti-corrupción», y sin más, desconecté mi cerebro y me hundí en el lodazal de la fe. ¿Cómo le explico a mi hijo que a mi cerebro desconectado le pareció que actuaba voluntariamente al regalar horas de mi vida encerrado en un cuarto sin ventanas, confesando mis deseos más oxidados al paliducho y sus amigos? Se me oxida la boca pensando que le tendría que contar a mi hijo que los mismos que regalan calidez a veces utilizan confesiones como barrotes para amamantar cultos.

«El señor presidente de la República viajará al Vaticano…», ya ha acabado la lectura de la nota de prensa, pero el crucero flota por todas partes. Las redes sociales anuncian el crucero cada diez segundos, prometiendo libros de cocina a buenos precios. El periódico financiero reporta con espesa estupidez el impacto económico de la llegada del crucero al nuevo puerto turístico. Mi hijo quiere ir al crucero.

Mi desnutrida cadena de volcanes vividos me sugiere que me calle. La única manera que mi hijo entenderá la naturaleza humana es viviéndola, pero me despierta la voz que sale de la radio de un funcionario público celebrando que la institución que él dirige está contribuyendo a esta gran iniciativa cultural que viene a llenar de bendición a Panamá. Su voz maquillada de esperanza me recuerda la lección más importante que me regaló el delgaducho: esta es una guerra que perderán los de voces oxidadas, los que huyen dentro de sus ombligos buscando salvación, los que abandonan el campo de batalla para no enlodarse.

Es hora de hablar con mi hijo.

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