Cuba, o el homopánico institucionalizado


Javier Stanziola_ Perfil Casi literalTodos los días salgo del armario.

Un nuevo cliente, un nuevo colega, el papá del nuevo compañero de la escuela de mi hijo: me ven los ojos, se cae la hoja del árbol y decido explicarles que soy homosexual. Son segundos que quisiera invertir en otra cosa, pero luego de veinte años de la misma retahíla, el tronco se endurece. Ahora bien, el viaje no termina con mi explicación. Aún enredado en mis perchas debo esperar esos dos segundos donde la persona que tengo enfrente toma la decisión de hacer alardes de su homopánico o aceptarme tal como soy. Mi reacción al temor de que yo los contagie de mi homosexualidad la tengo fríamente calculada gracias a las lecciones que me dieron los closeups extremos de Lupita Ferrer en la telenovela Cristal. Atormentados por el rechazo, los músculos de mi cara encuentran su centro en la punta de mi nariz para construir una coraza de madera.

Pero reaccionar a la aceptación es aún más desgastador.

Mis cejas, mis ojos, la comisura de mis labios no aprenden de opresión y siempre revelan una inmensa gratitud. Mi cerebro ha aprendido que debo agradecerles a los seres humanos que deciden tratarme como otro ser humano. Estoy condicionado a que el heterosexual me otorgue mi humanidad.

Todos los días la comunidad LGBTIQ en Cuba baja la cabeza agradeciendo las bondades de su gobierno opresor. La revolución cubana fue y sigue siendo para los heterosexuales. Así lo quiso Castro porque en el socialismo no hay espacio para degenerados.

Como él mismo recitaba en sus retahílas que pretendían ser discursos, la revolución no puede aceptar la existencia de hombres con pantaloncitos pegaditos, de cabello largo, sudaditos, moviendo cadera a velocidad de batidora, con camisas de colores brillantes abiertas hasta el ombligo y qué pena que en la década de 1960 nadie entendiera que tanta fijación en la carne de otro hombre revelaba la fluidez sexual del líder máximo de la revolución cubana.

Y así como Castro encerró su orientación sexual en alguna esquina de su cerebro, su homopánico lo llevó a encarcelar a cientos de homosexuales en campos de concentración para que se hicieran «hombres de verdad», para que trabajasen por la revolución como esclavos, para él librarse de tanta tentación sudada.

Y la opresión se agradece. Los homosexuales tuvieron que agradecerle a Castro por tratar de curarlos y hacerlos miembros útiles de la sociedad. Tuvieron que agradecerle por mostrar su humanidad cuando finalmente cerró esos campos de muerte.

A casi dos décadas del siglo XXI, Cuba escucha la misma cantata, pero con perversas variaciones.

Castro —no Fidel, sino la sobrina de Fidel— creó un búnker gubernamental con nombre de organización de sociedad civil que dice ser para y por la comunidad LGBTIQ. Desde el Ministerio de Salud, Cuba sigue igualando la diversidad sexual con VIH y gonorrea. Desde el gobierno, la Castro en B mayor le asegura al mundo que ni su papá ni su tío sabían sobre esos campos de concentración. Invitada por grupos de izquierda en Argentina, Suiza y quién sabe dónde más, esta variación castrista nos asegura, sin una onza de evidencia, que el poeta Reinaldo Arenas era un pedófilo y un criminal.

La comunidad LGBTIQ de Cuba se toma fotos con ella de la mano porque por lo menos no los están enviando a cortar hierba con las manos. La comunidad LGBTIQ de Cuba no podrá formar una organización de la sociedad civil para representar sus derechos, pero por lo menos, gracias a la benevolencia castrista, la nueva constitución no descartará la posibilidad de que algún día el Código de la Familia pueda, si el homopánico de los católicos y evangélicos lo permite, incluir consideraciones para el reconocimiento de las familias homoparentales. Y por estos logros hay que bajar la cabeza y agradecer.

O así lo habían venido haciendo los cubanos hasta el 11 de mayo de 2019. Un grupo de ciudadanos LGBTIQ y sus aliados salieron ese día a las calles sin la bendición de los Castro y con la frente en alto a pedir que les reconocieran sus derechos. Los ciudadanos que los Castros encuentran tan extravagantes e insalubres intentaron decir de manera pacífica que merecen más que las migajas que les dan. La marcha fue violentada por policías vestidos en ropa civil que detuvieron violentamente a tres personas.

Como lo dicta el libro de dictaduras sostenibles, la mamá Castro regañó a sus hijitos enfermitos por portarse mal. Ellos no entienden, nos dijo la sobrina de Castro, que quedaron montando un show imperialista. Como todo lo que va en contra de los intereses de su familia, nos explicó la sobrina, esta marcha no fue más que el resultado de la mano negra de los cubanos resentidos que viven en Miami.

Al ver que sus hijitos queridos no bajaban la cabeza y no le agradecían por corregirles su comportamiento aberrante, la sobrina de Castro le pidió a grupos LGBTIQ de izquierda de Latinoamérica que le enviaran mensajes de apoyo por redes sociales. Estos acataron las órdenes casi de inmediato, regalándole a la líder cubana mensajes  altamente personalistas, «yo que la admiro tanto», alabando todo el buen trabajo que ella hace por la diversidad sexual.

No sé que pasará en Cuba mañana. Quizá los Castro seguirán pretendiendo que les importan las personas que viven en la marginalidad como resultado de su orientación e identidad sexual. Quizá usen a los LGBTIQ como herramienta para distraer a los ciudadanos que sufren del racionamiento de alimentos y desabastecimiento de productos básicos. Quizá cientos de gays y lesbianas correrán mañana a tomarse fotos de la mano de la sobrina de Castro en muestra de solidaridad cubana antiimperialista. Qué sé yo. Lo que sí sé es que mañana yo seguiré agradeciendo profundamente a cualquier persona que decida aceptarme. Esa costumbre de agradecer al opresor ha sido marcada en mi cerebro permanentemente con hierro caliente.

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