Los zombis de la dictadura panameña


Javier Stanziola_ Perfil Casi literalSiete mil setecientos cuarenta días de dictadura militar en Panamá exprimieron mi cerebro. Ya me han salpicado más de diez mil días sin dirigentes vestidos de verde oliva y aún no recojo mi pulpa.

Una sola exhalación de una líder de la dictadura que sonó a «civilista visto, civilista muerto», y aún vive en mí el temor al filo extirpador de caudillos sin otra causa más que mantener el poder.

Tres décadas desde que Ronald Reagan bloqueó los fondos del Banco Nacional depositados en instituciones financieras estadounidenses y aún siento frío en la nuca al escuchar que el gobierno —cualquier gobierno— quiere regular el sistema bancario y financiero.

Seiscientos cincuenta y siete días contando uno a uno —con guantes de látex cubriendo mis manos— los dólares gringos sucios que de un soplo se volvían polvo, y aún presto atención a cualquiera que me diga que el buen gobierno es el que menos sopla.

El vecino de la vecina pasa una, dos, tres horas de cuestionamiento en el Departamento Nacional de Investigación por haber pedido democracia y hablar de derechos humanos, y aún se me explota el páncreas cuando un guardia me detiene en la calle, me pide cédula y viola mi libertad de circulación sin motivo alguno.

Treinta y cuatro muertes y desapariciones reconocidas —quién sabe cuántas fueron en realidad— y aún pienso que muy oneroso fue el proceso revolucionario que medió entre la oligarquía y la periferia que logró la soberanía.

Que el regreso a la democracia viniese como resultado de una invasión militar de los Estados Unidos de América, por una mal llamada «causa justa», hace que la opresión se mantenga nomuerta en nuestros cerebros, como un zombi. En lugar de un fin contundente, los que entonces tenían el poder se sumergieron, cabeza primero, en un pantano lejano para luego reaparecer un par de meses, años después, en una versión estilizada de los nomuertos de Les Revenants. Sin una pizca de verde oliva y sonrisas amplias, estos zombis aparecen frente a las cámaras de los telenoticieros que los apadrinan para hacernos creer que ellos no recuerdan nada de su pasado, que han renacido. Como buena película de zombis, el público espectador sabe desde el principio que el aliento de los nomuertos huele a carne cruda y vivimos a la espera de que empiecen su maratón comemúsculos.

Pero hay otra clase de zombi, alimentado por las memorias del pasado de la dictadura, que es más pernicioso que los renacidos. Porque no hay nada más peligroso que ahogar libertad.

En Panamá, los libertarios —un grupo al que pertenecí por muchos años hasta recibir una dosis de lectura pluralista y vivir en otros sistemas económicos— muestran todas las cicatrices, llagas y lamentos de los 7 mil 740 días de dictadura militar que les exprimieron su cerebro.

Así como los nomuertos sin almas de George Romero en sus películas de la década de 1960 en la última década se han convertido en símbolos de la represión de minorías sociales, económicas y políticas, también existen en Panamá zombis de piel limpita que huelen a perfume francés y se hacen llamar paladines de la libertad.

Como la muy mal lograda zombi de Drew Barrimore en el bodrio producido por Netflix, Santa Clarita Diet, estos nomuertos se nos presentan como un poema a la libertad, batallando episodio tras episodio en contra de la intolerancia y representantes de la ley que insisten en destruirlos. La humanización y romantización de estas figuras unicornianas los posicionan como amigos y hasta salvadores de cualquier opresión que estemos enfrentando.

Tan devastador es el trauma que aún vivimos como país que aceptamos y defendemos sin cuestionamiento a los zombis que repiten sin cesar sus lamentos: «el gobierno no es la solución, es el problema», «si no tienes dinero, es porque no te has esforzado lo suficiente», «el calentamiento global es una mentira de organismos internacionales para aumentar el tamaño del gobierno», «la vacunación obligatoria es producto de nuestro gobierno paternalista», «las políticas fiscales no tienen efecto en las recesiones económicas», «las escuelas públicas son un engaño del gobierno para matar tu libertad».

Tan profundo fue el cuchillazo de la dictadura en nuestro pensamiento crítico que los economistas libertarios locales usan de referencia a héroes económicos del siglo pasado —Hayek, Mises, Rothbard— y le prestan poca atención a la literatura económica empírica de los últimos veinte años al considerar que están embarradas ideológicamente de los fondos públicos que reciben la mayoría de los académicos. Como resultado, demeritan la evidencia de que la constante renovación del capitalismo ha dependido una y otra vez de un sector público con músculo no solo para establecer las reglas del juego, sino también para incentivar la investigación y la innovación, y ayudar a distinguir y remediar fallas de mercado.

Tan de a pelo nos sacaron la pulpa como nación que por lo menos cuatro de los siete candidatos presidenciales en Panamá —Nito Cortizo, Ricardo Lombana, Rómulo Roux y Marco Ameglio— hacen propuestas libertarias sin cuestionamientos de los medios de comunicación ni de los ciudadanos. Con sus promesas de austeridad y menos deuda externa, en realidad hablan de un gobierno más pequeño cuyo enfoque es asegurarse de que las becas a niños y niñas no terminen en las cantinas y en despertar el espíritu emprendedor entre los jóvenes. No importa si estos jóvenes no cuentan con el capital o las redes de contactos que les puedan abrir los espacios a mercados y financiamiento para que sus negocios sean sostenibles.

Por mucho tiempo, este grupo de libertarios mantuvo un monopolio ideológico en Panamá. Con su presencia e influencia en los medios de comunicación y grupos cívicos invisibilizaban otras voces con visiones diversas sobre nuestro sistema económico.  En los últimos cinco años, la presencia de Mauricio Valenzuela y Richard Morales ha venido a pintar de diversidad las ideas y propuestas sobre nuestro futuro como país. Aunque aún sus voces no se han convertido en un poder político de peso, estoy convencido de que fortalecen nuestra democracia y nos ayudarán a enfrentar los cambios tecnológicos, ecológicos y demográficos de los que los nomuertos, aún lamiéndose las dolorosas cicatrices de la década de 1980, no quieren hablar.

Es entendible que la dictadura nos haya hecho olvidar que uno de los fundamentos de una sociedad verdaderamente libre es la diversidad de voces en las mesas donde se toman decisiones, pero ya es tiempo de que los nomuertos encuentren su pulpa.

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