Arepas migratorias


Darío Jovel_ Perfil Casi literalDuelen las palabras que hacen espacio en la memoria, que destrozan esa idea romántica del recuerdo, que se oponen al olvido en aras de defender lo bello y lo casi ficticio. Duele mucho forzar al olvido, esa etapa que viene justo antes del silencio.

En 1992 un grupo de militares venezolanos inició un golpe de Estado que no resultó. Aquel día fue la primera vez que pudo verse a Hugo Chávez frente a una cámara, con una mirada triste, decaído y derrotado. De la misma forma se pueden ver hoy en las calles de Caracas a muchos de los que algún día creyeron en los discursos de un hombre que dijo portar consigo la esperanza y la promesa de justicia por y para el pueblo, un gobierno que habría de nacer en los barrios más pobres y se pondría por manifiesto gobernar para y con ellos.

Hoy, la misma nación que trajo al mundo a Simón Bolívar se desangra y se ahoga entre las lágrimas de sus emigrantes que huyen del sol y el calor de la patria con tal de buscar el pan que su tierra les niega. En estos tiempos la arepa se ha vuelto un platillo universal y es posible encontrarla en casi cualquier ciudad latinoamericana. Unos se alzan en busca de que sus gritos suenen más alto que los estómagos de sus hijos exigiendo comida, o que las piedras y los palos lleguen más lejos que sus votos en las urnas; otros buscan, entre otros manifestantes, el calor humano de aquellos que han tenido que dejar el hogar para buscar suerte en el extranjero. Todos ellos luchan cada día con el gran reto que representa sobrevivir.

Ocurre que las historias suelen parecerse mucho más de lo que deberían, más de lo que resulta aceptable para el juicio de la moral. No hay duda: la historia se repite con otros nombres y otros lugares que sustituyen a los viejos, que les maquillan y les hacen pasar por acontecimientos totalmente nuevos, aunque en el fondo —y eso lo sabe todo el mundo— lo único nuevo y legítimo sean las lágrimas de los inocentes. Son ya más de tres millones los venezolanos que han dejado su patria, buscando el refugio y la paz en otra tierra, empezando de nuevo una vida. Pasaron de ser economistas y abogados a vender refrescos y lustrar botas en la calle. Los ingenieros de Caracas ahora son albañiles en Lima y los grandes académicos ahora son meseros en Buenos Aires.

Así es un viaje en bus, donde muere la idea del bien social. Un país entero se desmorona y la solución a dicha problemática debe ser, sin duda, alguna latinoamericana, pues es esta región la que ha asumido la responsabilidad de los refugiados, es acá donde se pagan los platos rotos y es aquí, por lo tanto, donde debe discutirse el tema y proponer soluciones.

Que las cumbres de presidentes por fin sirvan para algo y que esos tres millones de venezolanos que se ven obligados a forzar al olvido puedan, en el horizonte, recuperar la esperanza.

Porque acá está en juego la dignidad de las personas, su derecho a tener un lugar al que puedan llamar patria y una tierra que puedan sentir propia. Nunca será tarde para que América Latina aprenda a resolver por sí sola sus problemas sin tener que usar la violencia o el miedo, que sus diplomáticos aprendan algo de sus escritores y poetas y sus presidentes aprendan a leer a los pueblos que los pusieron en el poder; que esos pueblos entiendan que si su gobierno es corrupto y déspota es porque talvez —solo talvez— ellos se equivocaron al escoger.

Talvez uno se puede sentir identificado con esos maléficos, talvez uno tenga un poco de culpa y no sea una oveja blanca en medio de lobos. Talvez, solo talvez, esta situación nos atañe a todos más de lo que podemos imaginar, porque talvez, solo talvez, hemos pasado mucho tiempo analizando nuestra realidad y nos hemos olvidado de cambiarla.

[Foto de portada: María Cervantes]

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