La gran revolución que nunca fue (I): Mitología latinoamericana


Darío Jovel_ Perfil Casi literal«El poder no es un medio; es un fin».

George Orwell, 1984

La historia de América Latina es la eterna promesa de la utopía. A estas tierras han venido personas que se maravillaron al ver colores vivos en las calles, al descubrir que en México se celebra a la muerte, que se come mejor en los mercados de Perú que en los palacios de Inglaterra y que el dolor también se puede volver comedia.

La primera gran revolución latinoamericana del silgo XX fue la mexicana y en aquel siglo de ideas encontradas La Habana fue el corazón de un movimiento que soñaba con una América de colores, una tierra sin pobres, una gran revolución que diera a los pueblos el poder sobre sí mismos. Aquellos discursos eufóricos quizá —pero solo quizá— tenían algo de verdad.

Aquel abogado barbudo que se fue hasta la Sierra Maestra en Cuba pueda que en realidad fuera en su momento un auténtico idealista, pero sospecho que su imagen, al igual que la de Hugo Chávez, Evo Morales, Daniel Ortega y Salvador Allende fue creada por cada uno de nosotros. En cada voto por ellos había un sentimiento de esperanza, una lágrima y un grito desesperado por ayuda. En cada persona que con fusil en mano fue a perder la vida en nombre de ellos o de lo que representaban había un soñador, pero aun si ese fuera el caso, el sueño terminó hace mucho.

«Esta tierra es maravillosa», llegaron a decir los miles de emigrantes que, provenientes de Asia y Europa, creyeron encontrar aquí su paraíso. Siempre se tuvo la certeza de que en este continente se podían lograr grandes cosas, pues Centroamérica está tan bien ubicada geográficamente que parece haber sido puesta ahí por Dios mismo. Sudamérica posee más recursos naturales que el resto del mundo, en el exótico Caribe aún se espera la construcción de sus gigantes puertos y México, pese a sus tragedias históricas, jamás perdió la esperanza de convertirse en una luz para el mundo.

Quizá esa fue nuestra maldición: nacer en una tierra tan rica nos hizo olvidarnos del valor que tiene el aire, el agua y el maíz. América es un sueño y, a la vez, una pesadilla.

En contraste directo con los primeros individuos que mencioné, un grupo de economistas egresados de la Universidad de Chicago crearon al Chile que hoy conocemos y medio continente siguió su ejemplo. Hoy, a más cien años de la revolución mexicana y a casi cincuenta y uno de la cubana, las promesas que los idealistas de izquierda y los tecnócratas de derecha hicieron son simple papel. Resultó que el modelo económico chileno nunca fue tan perfecto, que el Estado benefactor solo podía existir mientras el precio del petróleo fuera alto y que, los mismos que un día movilizaron a obreros y estudiantes para enfrentarse a su gobierno, ahora también matan a obreros y estudiantes desde el gobierno. Acaso se dieron cuenta de que ser un dictador puede ser divertido.

Mientras que en Chile los manifestantes destruyen el metro de Santiago, los venezolanos venden arepas por doquier para sobrevivir, Guatemala elige presidente entre el estiércol, Ecuador sufre olas de violencia, Bolivia tiene a una xenófoba de presidenta y hay un aspirante a dictador exilado en México. ¿Qué queda del sueño de América Latina libre? Quizá el Fidel Castro de La Sierra Maestra no sea el mismo que vestía con Nike y usaba relojes Rolex. Quizá aquel Chile del primer mundo sí era posible y estaba próximo a ser realidad. Quizá en Nicaragua la Revolución Sandinista tuvo intenciones puras —o al menos eso le gustaría oír a la memoria de Julio Cortázar—; pero quizá también siempre nos hemos equivocado y seguimos esperando una gran revolución que nunca llegará. América Latina le tiene tanto, pero tanto cariño a sus gobiernos autoritarios, que siempre busca volver a ellos. Quizá, como diría García Márquez, a América Latina aún le quedan unos cuantos años de soledad.

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