Gerardo Guinea Diez: Una verdad inventada


Javier Payeras_ Perfil Casi literal_Es fácil simplificar el silencio, pensar que las palabras son derrotadas o son cautivas. Ardua es la sobriedad. Hoy paseo por un libro de poemas, no puedo salir, apenas veo la ventana. Quisiera comprender luego de seis meses de encierro cómo podré entrar de nuevo en el mundo luego de haber leído en este breve lapso cinco veces más que en todos los años anteriores.

El silencio vuelve a aparecer en esta página porque resta, porque es parte de lo que concluye un poema. Es abominable que en un libro de poemas los editores no respeten los versos de una, dos, tres o cuatro líneas, que de inmediato lo hilen con otro poema con tal de ahorrar papel. Cuando esto sucede es por culpa del analfabetismo literario de un editor que no entiende que al cerrar un poema la página se cierra consigo, que no se debe ni se puede añadir otro vagón al sentido, que la batalla de la idea ha concluido en la temperatura exacta.

Por eso celebro que el libro Una verdad inventada haya sido editado por poetas.

Hay dos volúmenes en este poemario de Gerardo Guinea: el de la anotación fragmentaria entre lecturas y el de la construcción de una ciudad, Praga, en la que se establece lo mejor de su poesía. Esto último lo reafirmo porque he sido su lector constante y testigo de su talento en las distintas formas por las que se ha decidido. Muy terrestre siempre, muy de este mundo, su obra siempre tiene una mirada en la realidad; puede que en las pasiones o en los naufragios, pero siempre con los pies sobre el mapa. Guinea recorre cada día con sus zapatos en el polvo porque ha caminado mucho asumiendo enormes batallas y cumpliendo con muchos deberes en la vida.

«Praga es una palabra lenta» es la segunda parte de Una verdad inventada y la que tiene consigo la mejor poesía de su índice. Me entusiasma porque se adentra en lo fantástico de otro lugar, un espacio que no conoce —creo— más que a partir de los libros, un curioso acercamiento a Kafka que en su novela América pinta la Estatua de la Libertad alzando con la mano derecha una espada. Los poemas son redondos, claros, sin nada que les sobre o les quede pendiente. Otra ciudad que es idéntica a la que le rodea, ese mundo al que deseamos escapar cuando nos queda pequeño este espacio vital tan jodido de tanto dolor.

Quizá la sonoridad en sus versos sea algo que sí pueda extrañarse. Pienso que hay poetas que están muy atentos a sus imágenes y a sus pensamientos, pero con el tiempo, cuando los rigores de las traducciones reduzcan a ceniza los idiomas como el nuestro, prevalecerán sobre todo las ideas fuertes.

Creo que sigue en mí la admiración por este escritor guatemalteco, de lo más sobresaliente que nos ha dejado este lugar accidentado por la nostalgia y las lluvias torrenciales.

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