Isabel Ruiz: el sueño y la resistencia


Javier Payeras_ Perfil Casi literal_No encuentro entre mis archivos la entrevista que le hice a Isabel Ruiz en 1999 y que se publicó en un suplemento dominical de un periódico extinto.

Aquella tarde en su casa fue muy divertida. Entre historia e historia nos tomamos tres botellas de vino. Ella, sentada en el sofá, al fondo un cuadro de azules intensos. ¿Río Negro? Su pelo corto, sus lentes amplios, un chaleco de lana azul. Su voz y su forma ilimitada de reírse de mis chistes barriobajeros. Tanto quise a Isabel Ruiz, tanto la quiero. Aquella tarde no llevé grabadora, me dediqué a tomar notas. Esa pequeña libreta de pasta amarilla sí que la conservo, fue un 2 de junio y mis apuntes consisten en una lista de términos como caseína, azul cobalto, pavorreal, yesca; o nombres: Francisco Toledo, Joseph Beuys, Julio Cortázar, Néstor García Canclini…

Seguramente cada enunciado me sirvió como una serie de puntos a hilar de un extremo a otro. El texto salió impreso como una galaxia hecha con sus ideas. Acaso porque su pensamiento lo articulaba a relámpagos y no seguía ninguna linealidad dejó su expresión abierta al asombro o a los senderos creativos que todavía no hemos explorado.

La obra de Isabel Ruiz inicia con una mancha. Un punto rojo que gradualmente se va expandiendo. Una gota de sangre que crece sobre un algodón empapado de alcohol cubriendo una herida. La forma escandalosa y desproporcionada del sonido en el color. Algo que avanza rápidamente como si fuera un papel incendiándose. Cada imagen que nos dejó es el resultado de esa gota de sangre que absorbe el vacío. En tal accidente del barroco surgen rostros o sombras, manierismos y palabras o números como un sumatorio total de nombres desaparecidos o vigentes.

Ninguna forma está quieta porque refleja con exactitud el ritmo de sus ideas. Su introspección no es silenciosa, sino plena de ruidos constantes y premoniciones. Nació con los ojos abiertos. Comprendió demasiado bien ese paisaje árido que representa la vida en estos confines espirituales de América, una pequeña miga entre el sur y el norte. Guatemala, patria corta y angosta de cuyos males e injusticias dan testimonio gruesos informes de memoria histórica o páginas empastadas y cuidadosamente resguardadas en la Hemeroteca Nacional. Las formas irracionales que se derraman hasta salirse de los marcos son las huellas dactilares de su curiosidad por la vida sobreviviente, eso que se sobrepone a través de la fuerza o de la voluntad, del sueño y su resistencia, de la naturaleza con su dolor y su belleza, pues ambas cosas crecen al mismo tiempo en la conciencia de los seres vivos.

Así se construye la obra gráfica de una artista con enormes ojos capaces de abarcar cada relato de esquina a esquina. Solo a través de esta capacidad se puede alcanzar el capricho de una abstracción constelada que empuja cualquier forma de silencio hasta dejarlo caer en las brasas ardiendo. No dudo ni un segundo de que cada cuadro estuvo programado en su cabeza y que nada fue improvisado, pues su totalidad la ensambló por episodios, agrandando esa mancha originaria hasta convertirla en la obra de una vida.

Ningún cuadro se separa del siguiente, tanta coherencia refleja y reafirma lo que lleva en la memoria: lo trágico de las despedidas violentas, el perverso trajín de las dictaduras, la cotidiana charla con los vecinos, los poemas transcritos en las formas, la antropología y el corrosivo mundillo del arte. Antagónica a todo cuanto pueda llamarse tendencia, Isabel inicia en Isabel y termina en Isabel con una tenacidad sabia e inquieta. Sus construcciones formales son tan sólidas en el manejo técnico, pero tan decididas en la transgresión, que es imposible equivocarse al afirmar que ella representa una de las evoluciones más importantes que ha tenido el arte guatemalteco de los últimos cincuenta años.

Por su fluidez, por su lectura, por su contradicción de verbos, por su energía para desatar el fuego encima de cada uno de los temas que trató, siempre estuvo opuesta al poder que nace o renace en los mismos pantanos de esta región invisible, abriendo las puertas de su casa para que nadie se quedara sin comprender que el origen de la creación está en la generosidad de ser maestra y alumna y en esa única vía que tiene la grandeza: abrir pequeños senderos que lleguen a transformarse en caminos transitados e indispensables.

Fui testigo de varios proyectos, ya sea a partir de la conversación, o bien, de la observación de su proceso creativo. Luego de 1996 y con la premisa de que vivíamos en un país sin conflicto armado (pero aún en guerra), mi generación, caprichosamente autodidacta, necesitaba enlazar con diversos referentes tanto del arte como de la gestión cultural anterior, pero lamentablemente tuvo un rechazo incomprensible por parte de algunos núcleos signados por la cicatriz de una militancia política que había marchitado su interés por emprender proyectos artísticos que no reprodujeran el testimonio de su disidencia.

Las excepciones fueron personas muy generosas que nos acompañaron con interés, aportando su conocimiento, apuntando una ruta didáctica a esa pulsión de quemar y construir desde las cenizas. Hoy a tanto tiempo guardo una enorme gratitud por Francisco Nájera, Moisés Barrios, Roberto Cabrera, Luz Méndez de la Vega, Francisco Morales Santos, Sergio Valdés Pedroni, Luis Aceituno, Gerardo Guinea, Mario Monteforte Toledo, Lucrecia Méndez de Penedo, Danny Schaffer, Rosina Cazali y, por supuesto, Isabel Ruiz.

La consolidación del movimiento iniciado en Casa Bizarra se dio en el Festival Octubreazul, un cruce de caminos entre artistas, intelectuales aún matriculados en sus universidades, músicos, pre-cineastas, poetas, activistas LGBTI y una gama muy amplia de gestores que abarcaban todos los sectores sociales. Con una internet que era lenta y casi impagable, unos cuantos catálogos, libros de teoría marca Trotta o Gedisa que deambularon de mano en mano hasta desaparecer y alguna que otra película de David Lynch en DVD que nos abría los ojos a un cine distinto, hicimos toda nuestra formación cultural «a martillazos», parafraseando al buen Nietzsche.

Para ese entonces, Colloquia, un espacio para el pensamiento contemporáneo, era acaso el único asidero formativo que teníamos ante una Escuela Nacional de Artes Plásticas que había sido drenada de pensamiento crítico en favor del método instructivo de técnicas sin conceptos. Sin embargo, Isabel, aun siendo una artista reconocida, se acercó a los espacios que inventamos. Interactuaba con nosotros como un miembro más del grupo. Su enrome trayectoria en el grabado y en la acuarela no le impidió entrar en la corriente de la intervención urbana ni reinventarse en la instalación o el performance.

Ahora que lo pienso, hay dos episodios que nos marcaron entonces y siguen marcando el presente: Grupo Vértebra y Grupo Imaginaria. Fue por este último que comprendimos esa forma camaleónica que tiene lo contemporáneo, lo local y lo histórico en Guatemala tal como se presenta ante el mundo. Una suerte de texturas terrosas y de caligrafías. Esa sensación de que a la imagen le hacen falta letras, acaso porque nuestra historia más profunda está escrita en los documentos legales del expolio y de la renuncia, del espionaje o del informe policiaco o militar.

Fue en el año 2000 cuando, en el recién inaugurado Centro Cultural Luis Cardoza y Aragón de la Embajada de México en Guatemala, pude ver una pieza que fue muy determinante en el cambio de siglo: Asepsia, tres rollos de papel higiénico blanco en los que estaban escritos con una letra afilada y sin tachones todos nuestros derechos ciudadanos. De tomarse la decisión por desenrollarlos uno podía encontrar metros y metros de palabras escritas con lapicero azul sobre su frágil superficie. Su mirada abarcaba sutil pero contundentemente toda la demagogia civilizatoria con que se intentaba dar una apariencia contemporánea a una élite guatemalteca que sigue siendo conservadora hasta lo feudal.

Esta pieza se integraba al arte contemporáneo que se realizaba en la región y que tenía un importante canal de intercambio en Teorética, monumental esfuerzo de Virginia Pérez-Ratton (1950-2010) que tuvo bastante incidencia para que la obra de Isabel fuese interpretada, visitada y estudiada fuera de la región. Cuatro años después, una nueva pieza continuaba su crónica de la posguerra: TES-timonio, un tendedero de pañuelos con fragmentos escritos a mano de testimonios de la guerra. En sus propias palabras, «‌El pañuelo responde a la mano distante, es solidario del sudor y el llanto; responde por la voz ahogada, detiene la sangre y amengua la herida. En fin, el pañuelo es tanto como una bandera».

En la obra de Isabel Ruiz no hay promoción alguna del dolor en beneficio de una notoriedad. Frente a sus piezas se puede experimentar cómo nos atraviesa ese sujeto histórico que nos está representado. Puede que cada pieza la haya creado para ir cerrando la puerta a temas recurrentes y obsesivos en su obra: la memora, la fragilidad, el paisaje marrón-gris-negro, las palabras en las paredes, las palabras en el piso, las palabras en el aire, las palabras.

Despierta admiración encontrarse con lo más complejo y radical de su creación entre los años 2005 y 2015. Entre los 60 y 70 años de edad construye y reconstruye su lenguaje de forma por demás vital y lírica. Activa su pintura desde lo presencial y lo espontáneo.

Tengo una imagen muy clara de Isabel Ruiz interviniendo el enorme paredón del Centro de Formación de la Cooperación Española en Antigua Guatemala. Una pieza por demás física: Matemática sustractiva. Pequeñas rayas verticales que representan una unidad y que al llegar al número cinco se cierran con una transversal. El total de palitos marcados en la pared llegó a los 45 mil, número de los desaparecidos documentados en Guatemala en entre los años 1960 y 1968.

Esta pieza es por demás simbólica pues refiere a su cronología personal porque son las fechas que definieron su adolescencia y juventud entre esas líneas se esconden nombres de personas amadas y cercanas que fueron víctimas de la brutalidad represiva en ese período temprano de la guerra. En esta segunda década de este siglo explotan temas regionales que alcanzan dimensiones globales, tal es el caso de la migración.

Lo negro del sueño es el performance donde acude a la pesadilla del migrante como una metáfora de color amarillo transitando un espacio cerrado dentro de la galería del Museo de arte y diseño contemporáneo de Costa Rica. Esta acción la define con estas palabras: «Quise marcar el paso del migrante como la marcha de un autista, de un ser inconsciente que no sabe cómo va a llegar a su destino, ni cuál será éste. La acción de caminar y caminar, que es para mí lo que identifica al migrante de nuestra región, al mojado, no podía ser aludida más que repitiendo la misma actividad que ellos hacen».

Insisto en la coherencia y continuidad porque el trabajo de Isabel Ruiz forma un cuerpo de órganos desmontables, una reflexión profunda que desmiente el prejuicio de que la abstracción es un ejercicio de forma sin contenido, una consecuencia de alguna epifanía o un simple acto banal sin consecuencias en el espectador. Ahí, en este punto, es donde el diálogo con Carlos Mérida, Anleu Díaz, Roberto Cabrera y Margarita Azurdia se hila perfectamente, lanzando un cable a la posteridad, muy visible en la obra de Sandra Monterroso, Benvenuto Chavajay y Antonio Pichillá.

Fue hasta el año 2015, en la retrospectiva organizada por la galería 9.99, cuando pude tener una visión general de la obra de Isabel. Sus transformaciones y su constancia. Es difícil quedar ileso ante los enormes pasos con que fue avanzando sin acomodarse en ningún renglón o categoría. La vida se le hizo demasiado corta para el enorme universo que la habitaba.

Mientras escribo estas líneas es julio de 2020 y estoy en mi casa confinado, pasando los días de una pandemia. En el encierro inicié este texto y en el encierro lo concluyo. Durante estos días han pasado muchas cosas por mi mente. He aprovechado para limpiar mi librera, leer mucho, escribir más de algo y pintar. Tengo una caja de cuadernos llenos de apuntes y dibujos. Recuerdo que al final de aquella primera entrevista, Isabel Ruiz vio lo que tenía dibujado entre una página y otra de aquella libreta amarilla. Se quedó absorta y me dijo: «Vos debés pintar, no dejés callado al niño que tenés adentro».

Isabel, aquí sigo y no he perdido la esperanza.

¿Quién es Javier Payeras?

 

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