Bitácora de un aventurero. La gran metrópoli (III)


Leo

Salí a la puerta del hotel sin saber hacia dónde dirigirme para llegar al famoso Zócalo, el punto neurálgico de la gran urbe. Sabía que estaba cerca, pero no tenía idea de hacia dónde ir con el croquis demasiado simplificado de mapa que llevaba, el cual había extraído de un Almanaque Mundial de 1969, donde la principal noticia era el campeonato mundialista de futbol que se llevaría a cabo en esa ciudad al año siguiente.

Me fui abriendo camino entre la gente que se apretujaba en las afueras del mercado de La Merced. Recuerdo que a alguien le pregunté hacia a dónde debía dirigirme para el Zócalo y con un par de indicaciones no solo descubrí el camino que debía seguir, sino que también, como una iluminación divina, pude hacerme una idea de cómo se estructuraba la gran metrópoli, tan larga y ancha como era. En la primera pasarela que encontré me atravesé la avenida Circunvolución y entré por Corregidora al centro de la ciudad. Caminé unas dos o tres cuadras cuando se abrió ante mis ojos la inmensa Plaza de la Constitución, conocida comúnmente por los lugareños como el Zócalo, rodeado hacia el norte por la emblemática Catedral Metropolitana y al occidente por el renacentista Palacio Nacional, cuya monótona uniformidad imponía un majestuoso silencio.

En ese momento comprendí que la ciudad de México estaba a mis pies, dispuesta que la explorara y la conquistara, con sus grandes caserones que albergaban almacenes de artesanías y que me traían a la mente las imágenes de haciendas norteñas mexicanas de la Revolución de 1910. En aquella época había muchas noticias sobre la hacinación y los niveles de contaminación de esta gran ciudad, algo que percibí inmediatamente al apreciar su cielo nublado, pero no como si presagiara lluvias. Eran, más bien, nubarrones que le daban a la atmósfera un ligero tono plomizo que generaba un efecto de irrealidad a aquella visión que para mí representaba la moderna Tenochtitlán. De ahí, un tufo ferroso llegaba eventualmente a la nariz, lo que tampoco me extrañó, dado los niveles de esmog que había en la ciudad.

Mi plan original era recorrer la Avenida Francisco Madero y la Benito Juárez, hasta llegar al famoso Paseo de La Reforma, pero mi instinto hizo que dirigiera mis pasos hacia el norte, buscando el Colegio de San Idelfonso. Fue grande mi sorpresa al encontrarme con una manzana derruida en la que me detuve un buen rato a contemplar las ruinas del Templo Mayor, que en el pasado fue el corazón de la ciudad precolombina; nada más y nada menos que el centro de la capital azteca, Tenochtitlán, que imaginé palpitante antes de la llegada de Cortés. Y desde la antigua ciudad derrotada y dolida del árbol de la noche triste podía apreciar las construcciones coloniales de la gran ciudad que había fundado el conquistador, en su afán inútil por aniquilar cualquier evidencia de la gran cultura náhuatl. El Templo Mayor era una especie de cementerio arrinconado por los vencedores, quienes habían conservado aquellos vestigios como trofeo de batalla, sin sospechar que la cultura nativa era el sustrato del nuevo pueblo que se formaba y que se resistía a morir. Quien llega al centro de la ciudad de México comprende que la urbe del grandioso Moctezuma aún vive en todas las expresiones de la cultura popular y en las facciones duras, como cinceladas en piedra, de gran parte de su población.

Seguí mi camino buscando la icónica plaza de Garibaldi, no sin dejar de tomar mis providencias, puesto que estaba consciente del peligro que se corría al caminar por las callejuelas que me llevarían hasta allá. Después de todo, la famosa plaza me pareció muy pequeña y poco bulliciosa. Seguro que eso se debía a la hora en que la visitaba, donde apenas se podían ver uno que otro mariachi tratando de ganarse la vida, lustradores de zapatos y estancos donde se vendían revistas, diarios y tabaco. No me detuve mucho en Garibaldi, buscando el cercano Teatro Blanquita, otro de los íconos de la rica vida teatral y cultural de la ciudad de México. No recuerdo cuál era la obra que se exhibía en aquel entonces, pero recuerdo con claridad la marquesina rodeada de bombillos que me traían a la memoria épocas pasadas en las que el teatro, todavía no desplazado por la televisión, era un eje de la vida cultural mexicana.

Mi última parada antes de regresar al Zócalo fue la famosa Plaza de las Tres Culturas, centro neurálgico de la antigua ciudadela de Tlatelolco, último bastión de resistencia valiente de Cuauhtémoc, pero finalmente dominada por Cortés. Hoy, la Plaza de las Tres Culturas es el sitio donde mejor se puede apreciar la hibridación y el sincretismo del pueblo mexicano: el indígena y el español. Pero también es tristemente recordada porque allí fue la masacre de los estudiantes que habían asistido a protestar en octubre de 1968, uno de los capítulos más vergonzosos de la historia mexicana reciente, lacerada por las dictaduras militares que reinaron a lo largo de toda América Latina durante todo el siglo XX.

De regreso al Zócalo encontré abierta la Catedral y no pude evitar entrar a darme una vuelta por su templo, aunque la entrada principal permanecía cerrada. De hecho, toda la iglesia estaba en reparaciones, pues sus columnas y bóvedas estaban rodeadas por entarimados y andamiajes de madera. La Catedral por dentro era oscura, como oscuro fue el pasado medieval cristiano que llegó a América con la colonización. Esta iglesia está asentada en el lecho del lago de Texcoco y año con año se hunde un poco más, como si las entrañas de la antigua laguna reclamara una venganza milenaria a los santos del hombre blanco y se complaciera en írselos tragando de a poquitos, como sin duda lo habría hecho la serpiente emplumada.

Desde ese punto seguí mi plan inicial trazado en el día: tomar la avenida Francisco Madero para encontrarme, en la intersección con Lázaro Cárdenas, la enorme Torre Latinoamericana, esbelto rascacielos de vidrio azulado ampliamente conocido por lugareños y extranjeros, precisamente porque fue la primera edificación moderna construida de la década de 1950 y que ha sobrevivido a los fuertes terremotos que sacuden la moderna ciudad. Y caminando una cuadra, ya sobre la Avenida Benito Juárez, llegué al monumental Palacio de Bellas Artes, el emblemático edificio de art nouveau a cuyo pie descansa el agradable paseo de la Alameda Central, un jardín rodeado de museos y casas con estilo decimonónico afrancesado que desembocan en el Paseo de La Reforma a la altura de la Avenida de la República, desde donde se impone el grandioso arco del Monumento a la Revolución de 1910.

Definitivamente, la ciudad engalanada por Rivera, Orozco y Siqueiros; la ciudad mestiza que guarda las memorias de Nezahualcoytl hasta Octavio Paz; aquella ciudad que bien podría ser la puerta septentrional de América Latina; la ciudad que ha visto desfilar tantas figuras conocidas; esa ciudad es tan grande, que una visita general como la que hice es insuficiente para conocer todos sus recovecos. De hecho, las cuchillas que van cortando el Paseo de la Reforma permiten descubrir una localidad laberíntica que no parece tener fin. Cuando terminé aquella mi primera exploración sobre el paseo de la Reforma, me senté en una banca de la Alameda Central y de mi mochila saque el pan sándwich que llevaba como única comida. En realidad, cada vez que me apretaba el hambre, recordaba con amargura la miseria de aquel mi primer viaje aventurero. Pero poco me importaba, porque todo lo que estaba viendo en la gran ciudad compensaba las penurias económicas que vivía: comer pan sándwich y tomar agua pura como desayuno, almuerzo y cena.

Comenzaba a caer la tarde y el cansancio me venció. Eso había sido suficiente ya para ser mi primer día en la gran ciudad. Al día siguiente continuaría explorando La Reforma. Regresé cansado al hotel y con el deseo de que ocurriera un milagro que sabría que no sucedería: tener dinero para entrar a todos esos lugares que solo podía apreciar con nostalgia desde afuera.

Esa tarde llegué a caer rendido al hotel. Sin mucho dinero y con la preocupación de cómo me movería los siguientes días, lo único que podía hacer era dormir temprano, con una pesadez que inmovilizaba mi cansado cuerpo a esas alturas.

Eso no impidió que, al día siguiente, me levantara relativamente temprano y me fuera a la Alameda Central, el punto desde donde divisaba el imponente Monumento a la Revolución. De nuevo hubo cambio de planes. En vez de ir hacia el sur, volví a tomar rumbo al norte, en un microbús que me llevaría hasta la colina del Tepeyac. Acababa de pasar la celebración de Guadalupe y los alrededores de la iglesia todavía estaban repletos de devotos católicos que rendían culto a tan famosa deidad cristiana. Como suele suceder con la idiosincrasia mexicana que maximiza sus figuras, habían convertido a Guadalupe en una especie de artista pop que tenía resonancias en toda la América castellana e, incluso, más allá de sus extensas fronteras. Caminé hasta la plaza y me detuve a ver un baile callejero en el que los danzantes vestían taparrabos y vistosos maquillajes con tocados de plumas multicolores, mientras se movían al ritmo de música ancestral en vivo, con instrumentos autóctonos. Aquello era demasiado nuevo para mis ojos, por lo que no pude resistir tomar un par de fotografías. Recuerdo que para aquel entonces todavía no eran populares las cámaras digitales, por lo que mi aparato de fotos era una anticuada caja de rollitos. Llevaba dos películas de 36 fotos y las cuidaba con mucho celo, para evitar tomar fotos innecesarias. Si me las gastaba todas y con el poco dinero que llevaba, ya no podría comprar otro rollo más.

Luego, entré al santuario moderno, un templo inmenso, construido en una planta circular, con paredes de vidrios que permitían el paso de luz, pero con un estilo tan minimalista que producía una sensación de vacío, a pesar de la gran cantidad de gente que lo visitaba. Al final, era un templo que no ofrecía la suntuosidad arquitectónica de los templos barrocos que abundan en la ciudad, como el de la basílica antigua situada al frente y que solo se podía contemplar de fuera. En el altar, al centro del panteón estaba la imagen de la virgen morena, otro de los mejores exponentes del mestizaje cultural en América Latina: la virgen india que había pasado a convertirse en patrona no solo de aquel país, sino de todos los que fuimos colonias españolas y portuguesas. Patrona, al fin, resabio de esa costumbre caporal que aun conservamos en buena medida los amerindios, cuyos antepasados nacieron para servir a la hacienda, al noble terrateniente o al cafetalero neoliberal.

Comencé a subir la colina del Tepeyac, hasta llegar al punto exacto donde, según la leyenda, esta mujer se le apareció al indio Juan Diego. Seguí mi ascenso hasta conquistar la cima, desde donde pude apreciar, no sin cierta dificultad, la gran ciudad que asomaba temerosa, como fantasma de cemento gris, entre la niebla producida por el esmog del mediodía.

Era hora de regresar. El bus que abordé me llevaría casi recto por una calzada de vuelta al Paseo de La Reforma desde donde pude apreciar cómodamente la iglesia de San Hipólito, el edificio de la Lotería Nacional, la estatua de Cristóbal Colón, el monumento a Cuauhtémoc, el moderno edificio de la Bolsa de Valores, la glorieta de Diana Cazadora y el famosísimo Ángel o Monumento de la Independencia. Los alrededores de ese sector forman la famosa Zona Rosa, un conjunto de avenidas y locales bastante animados. Caminando por ese lugar y por el barrio de La Condesa, llegué a comprender qué era en realidad una gran ciudad. La ciudad de Guatemala, que hasta entonces la veía como enorme metrópoli, se convirtió en un pueblo grande, descuidado y sin unidad estética, casi una ratonera. Claro que, como toda ciudad grande, México tiene sus problemas y sus miserias, pero es innegable lo bien cuidado de su centro y de sus zonas modernas, que le producía a mis pasos locos una impotencia de aprehensión. Era demasiado difícil la decisión que debía tomar cuando llegaba a una de sus intersecciones, pues al mismo tiempo quería moverme para todas las direcciones que encontraba.

Esa tarde, desde la una hasta las tres, me estuve paseando por Chapultepec, desde cuya entrada, señalada por columnas atlantes, se divisaba el pujante esplendor de la ciudad. Me fui internando en sus veredas por las que transitaban personas de todos los estamentos sociales, desde las familias que llevaban a sus niños a una zona verde en medio de la monstruosa ciudad de cemento, hasta jóvenes que se ejercitaban, a pesar del frío que solía haber en los diciembres mexicanos. Lamentablemente, la mayoría de museos y el zoológico estaba en reparación, por lo que la entrada no estaba permitida. Pero me daba igual, porque tampoco tenía suficiente dinero como para entrar a muchos de los lugares de interés. Este bosque, estaba dominado por el castillo de Maximiliano, se llamaba así por su laguna, donde los visitantes hacen paseos relajantes en pequeñas embarcaciones. Claro que eso no era nada comparado a las chalupas de Xochimilco, las cuales me quedé sin conocer por falta de tiempo y de recursos.

Salí de Chapultepec a eso de las tres y media de la tarde y me fui a pasear por la Condesa para luego regresar caminando por aquellas calles, teniendo la idea de que no estaba tan lejos del Centro Histórico, una apreciación falsa, por supuesto, porque ese día me había movido en bus. Así que me iba atravesando entre La Reforma, Chapultepec e Insurgentes, disfrutando del paseo que me fue llevando a la gran estación de metro de Balderas. Quedé impresionado por aquellas estaciones a las que arribaban hordas de personas que emergían como hormigas. Desde afuera, logré divisar el edificio de los primeros estudios de Televisa, el cual no me impresionó y hasta vi con cierto deje despectivo. Claro que, en ese entonces, yo ignoraba que existían otros edificios de esta empresa televisiva, que eran unos verdaderos monstruos donde se producían muchas de las fantasías que mantenían embobados a muchos de los hispanohablantes.

Seguí comiendo calles y avenidas, ya bastante cansado, y a esos de las seis de la tarde fui llegando por fin de nuevo al Zócalo, en su hora de más movimiento, porque era el momento en que mucha gente salía de trabajar. Era tanto el tráfico y la gente, que costaba desplazarse en las amplias aceras. Varias veces tuve que transitar en las calles para ir tomando atajos que me acercaran a mi destino. La gente formaba una gran masa que se movía a un ritmo veloz, sin duda, apresurado, deseando llegar a su casa. Tan solo aquí y en Nueva York, muchos años después, pude percibir este ritmo apresurado de la gente. Claro, si se toma en cuenta que por aquel entonces, la ciudad de México sobrepasaba los quince millones de habitantes, no tenía nada de raro todo aquel movimiento.

En la noche, intenté dormir luego de comer las rodajas de sándwich y beber unos sorbos del agua tibia que conservaba en la garrafa. Esa noche había recuperado mis fuerzas, así que decidí salir de nuevo a caminar. Un buen paseo nocturno no me caería mal, a pesar del miedo que me podía producir la gran metrópoli nocturna. Llegué a la Avenida Lázaro Cárdenas y me dirigí hacia el sur, buscando siempre la Zona Rosa, no sé ni por qué, pues apenas llevaba dinero ya, y pasear por los restaurantes de seguro me produciría más hambre de la que ya tenía. Pero a esa edad, como sucede con cualquier joven, era fácil que me dejara deslumbrar por las luces y me atrajera la vida nocturna. Pasear por los bares sin recursos ostentosos, visitar sus espectaculares librerías, cines y teatros, solo serviría para resaltar la miseria económica en la que había terminado. Esa noche, sin embargo, decidí darme un lujo, algo que quizá pueda provocar risa, pero para mí, en ese momento, era un verdadero lujo: comerme unos tacos callejeros. Y yo no sé si era por la falta de dinero −ya desde joven había experimentado que cuando se tiene dinero a manos llenas consumir no se convierte en un deseo ávido, pero cuando se empiezan a apretar los billetes, el cuerpo pide lo que antes no se necesitaba−, pero esos tacos me supieron a gloria, de modo que si hubiera estado en la intimidad de mi casa, habría dejado brillante el plato. En realidad, me estaba disfrutando cada cosa que miraba en esta ciudad, pero estaba ya muy preocupado porque no sabía cómo resolvería mi situación económica el tiempo que todavía quedaba de viaje. Mientras volvía al hotel, a eso de la una o dos de la mañana, tuve la misma sensación que había experimentado cuando estaba en Tapachula. De nuevo me devané entre las sábanas sin saber qué haría. Llevaba el teléfono del tío de un amigo, pero nunca me contestó. Me atreví a hacer una llamada a mi casa, no recuerdo de dónde, explicándole la situación que había vivido a mi familia, para que localizaran a este amigo y me dieran otro teléfono, pero solo logré preocuparlos, porque después, ya no pude llamar de nuevo.

El tercer día amanecía más optimista, a pesar de todo. Por suerte, llevaba varios tiquetes de metro que mi hermano, no sé ni por qué, me había regalado antes de salir de casa. Como mi destino ahora era más largo, decidí moverme en este medio de transporte, no sin el miedo que representaba una experiencia nueva en la que se corre un riesgo. Por suerte, no fue tan complicado mi aprendizaje, principalmente, porque todas las indicaciones estaban en español. Con rapidez entendí el teje y maneje del metro, sin imaginar que años después viajaría en metros de diferentes ciudades, con una naturalidad tal, que parecía un viejo amigo. Recuerdo, también, los letreros publicitarios sobre los programas televisivos de los cómicos que se presentaban en los canales guatemaltecos. En aquel entonces, el más popular de todos era Jorge Ortiz de Pinedo, y en todas las estaciones de metro era posible ver publicidad de sus programas y obras de teatro.

Ese día me dirigí a la Universidad Autónoma de México. En realidad, no tuve ningún problema para abordar el metro y hacer los cambios de línea. Eso sí, el viaje fue bastante largo. Yo pensé que al llegar al recinto, miraría el famoso edificio de la Biblioteca revestido con el mural de Diego Rivera o la torre de Rectoría con los murales vidriados de Siqueiros. Pero estaba demasiado lejos de allí. Para empezar, tuve que abordar un microbús que me llevara a la escuela de teatro, donde fui a pedir información sobre estudios superiores de esta disciplina. Preguntando, llegué a un departamento de teatro, pero los cursos que ofrecían no eran de licenciatura. Además, había pocas oportunidades de becas para extranjeros, y si finalmente lograba conseguir una, la beca solo cubría los estudios y no la manutención. En ese tiempo tenía el sueño que muchos otros compañeros habían tenido, salir de Guatemala y hacer carrera teatral en otro país, sueño que terminó convertido en nada, cuando me veía obligado a poner los pies sobre la tierra y comprender que eso sería mucho más complicado de lo que pensé. Claro que años siguientes experimenté algunas frustraciones y miedos, acompañado de un sentido de impotencia que me provocaba mi situación de persona económicamente poco privilegiada y con aspiraciones de hacer vida en otro lugar. Fue hasta que entré a la madurez que comprendí que ese soñado viaje de estudios no era necesario. Pero volviendo a ese momento, la decepción se hizo más significativa y la amargura más latente cuando comparé las condiciones que aquella nación ofrecía a sus habitantes, mientras que en el mío los sueños parecían estar condenados al fracaso. Años después también comprendí que, sin duda, tampoco era que en México hubiera oportunidades equitativas para todos, pues ya estudiar en una universidad era un lujo que muchos de sus habitantes no podían darse. Todos los países de América Latina tienen un patrón de distribución de la riqueza parecido, en el que prevalece la desigualdad social. No obstante, estando en aquella ciudad, comprendía por qué era un referente artístico para toda la región.

Maté el tiempo caminando hasta la Biblioteca y Rectoría. Luego, salí por Insurgentes Sur a la Ciudad de los deportes, deteniéndome a admirar el Estadio Olímpico y la Plaza México, la plaza de toros más grande del mundo. Luego, el resto de la tarde me la pasé caminando por las pintorescas calles de San Ángel y Coyoacán, tomando como eje la avenida Francisco Sosa, pero sin dejar de ir a conocer los museos de Diego Rivera y la casa museo de la amadísima Frida Kahlo. Me detuve a descansar en un parque en el que estaba enclavado el monumento a Álvaro Obregón y desde donde podía admirar las hermosas cúpulas del Museo del Carmen en San Ángel, en la plácida y temprana tarde que comenzaba a caer, para luego buscar los medios por los que regresaría al centro de la ciudad. Tuve, incluso, el valor de buscar un microbús que me sacara por Tlalpan, solo para ver el Estadio Azteca. Aunque el futbol no es una de mis pasiones, tampoco estaba dispuesto a dejar esta ciudad sin conocer este edificio icónico en el ideario popular. Regresé cayendo la noche por la estación de tren de Miguel Ángel de Quevedo y recuerdo que tuve que hacer un traslado a la altura del viaducto Miguel Alemán para llegar ya al centro.

Los otros dos días que estuve en la ciudad, ya no me alejé tanto del Centro Histórico. Sin duda, habían quedado muchas cosas por conocer, como el mercado de Tepito o la imponente pirámide de Teotihuacán, pero ahora sí me veía en serios problemas económicos. Tenía que esperar que pasaran dos días para poder salir de la hermosa ciudad de Nezahualcoyotl, en la cual me hubiera quedado viviendo de mil amores, pero mi situación en verdad era deplorable, comiendo pan sándwich y tomando agua pura. Solo me quedaba dinero para comprarme otro sándwich y otra garrafa de agua pura, y los siguientes días vague, vague a pie por las calles del centro, aislado, sintiéndome tan lejos del mundo, en una soledad punzante, a la que estaba acostumbrado, pero que allí, en medio de mi miseria económica, me hacía sentir como hiel amarga. No era que mi vida dependiera del dinero, pero sí me hubiera disfrutado mejor esos dos días si hubiera estado en mejores condiciones materiales. Pero el día del retorno llegaría y eso me animaba, así como me animaban los recuerdos de los lugares de la gran ciudad que había visto y que seguía descubriendo.

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