Bitácora de un aventurero. Tres días inolvidables en las Galápagos (III)


Leo

Aunque desperté tempranísimo, eso no fue motivo para que no me tocara correr a última hora: que el baño, que me preocupara por llevar todo lo indispensable a la excursión, que no me faltara agua, repelente, calzoneta y demás artilugios que son necesarios para un día de playa, y listo, cuando faltaban cinco minutos para las siete de la mañana estaba atravesando la puerta del hotel. Afortunadamente la agencia de viajes donde había comprado mi excursión de todo el día para la isla de Isabela, la mayor de las Galápagos, estaba a una cuadra del hotel.

Cuando llegué, había demasiada gente esperando y la agencia todavía no la abrían. Unos quince minutos después, abrieron. Primero se fue un grupo, luego que un guía los llegara a recoger. El segundo grupo fue el nuestro. En fila india nos fuimos siguiendo al guía hasta la zona de los muelles repletos de barcazas a esas horas matutinas. Trasbordamos una lancha deportiva de dos niveles, aunque nos pidieron que nos acomodáramos en la parte baja. El capitán y su modesta tripulación, formada por dos muchachos de esos que parecen ser “sabelotodos” en asuntos prácticos, comenzaron a soltar las amarras, mientras los pasajeros nos mirábamos con una prudente desconfianza, propia de las personas que aún no se conocen y que, a penas, les cuesta romper el hielo.

Cuando salimos de la bahía, el Sol era maravilloso y el buen clima se mantuvo a lo largo de todo trayecto. Aunque estaba un poco ansioso, porque era la primera vez en mi vida en la que andaría en una embarcación a mar abierto por tanto tiempo. Como buen habitante de montaña que soy, no acostumbro a subir embarcaciones y temía tener en alta mar una reacción provinciana. Además, mi mayor temor era que me fuera a descomponer del estómago, a pesar de que suelo tener un sistema gástrico de toro. La primera media hora de navegación fue plácida y el viento suave matinal nos golpeaba suavemente los rostros. Los pasajeros seguíamos viéndonos las caras con cierta desconfianza, mientras la orilla de la isla se iba haciendo más pequeña y los barcos anclados en los muelles se convertían en diminutos puntos.

En medio de la quietud plácida del viaje, fue demasiado sorpresiva la reacción de un tipo que iba a la par mía al comenzar a tener contracciones estomacales que le hicieron devolver todo el desayuno. Tuve suerte de que se le haya ocurrido la feliz idea de voltear hacia el lado opuesto a donde yo iba sentado. En un abrir y cerrar de ojos, si hizo un charco fétido de vómito al centro de la lancha. Aunque nadie lanzó injurias directas, podía notarse el malestar general del resto de pasajeros. Había un grupo de jóvenes europeos que hicieron caso omiso de la prohibición de ocupar la parte alta de la lancha y prefirieron hacer el resto del viaje a cielo abierto, sin importarles que el solo les quemara la piel. Uno de los muchachos comenzó a sacar trapos para limpiar. Pero a esas alturas del camino, más gente se había puesto mala del estómago, no sé si porque les había provocado náusea aquella escena o porque el vaivén del mar les causaba tremendo desasosiego. Otro de los pasajeros se volteo y fue arrojando a medio océano Pacífico los residuos de su propio desayuno. A la par de ellos, yo me encontraba muy bien, por lo menos nada de náusea ni mareos; eso sí, ver a tanta gente descompuesta me ponía de punta los nervios. Pero prefería observar el mar e ignorar todo lo que allí pasaba, aunque casi no era posible, pues lo que más nervioso me traía era la cantaleta de una señora que, desde que el primer fulano vomitó, comenzó un inacabable rezo entre dientes, capaz de ponerle los pelos de punta hasta al más envalentonado, no se diga a mí, que hasta el menor ruido alertaba mis sentidos.

Conforme fuimos avanzando en aquellas tres horas de camino, los ánimos se fueron calmando y los pasajeros hasta comenzamos a sonreírnos y dirigirnos palabras amables. Por ratos, yo seguía preocupado, porque ahora era otra señora a la que se le había bajado o subido la presión, quién sabe. Luego de todo el zafarrancho, la tuvieron que acomodar en la popa de la embarcación, con la cabeza hacia afuera para que le diera el aire. Poco a poco fue quedándose adormecida por el movimiento uniforme que producía la lancha al embate de las olas. En ocasiones, el salto que daba la lancha, completamente inclinada hacia atrás, era tan intenso, que nos hacía despegar las nalgas de los sentaderos. Sin embargo, al cabo de dos horas, ya nos habíamos adaptado a esos movimientos.

Comenzaban a verse a lontananza oscuros farallones, como si fueran extraños monstruos marinos que emergían de las aguas. Ver aquellas formaciones rocosas me causaba grande admiración e imaginaba su superficie pétrea y yerma como la gruesa piel de un reptil gigante. A esas alturas, el hombre que había vomitado dentro de la lancha se encontraba adormecido y todavía no se atrevía a ver a los ojos a los demás de lo avergonzado que se encontraba.

De pronto, como un bastión imponente, como una larga muralla impenetrable, comenzó a divisarse la orilla de la gran isla. Aunque nadie no lo dijo, mi intuición me decía que aquel era el punto de llegada. Así, conforme nos íbamos acercando, era posible apreciar mejor el contorno de las bajas montañas, que a cada legua se transformaban de un pálido celeste a un verde más frondoso y poblado.

Por fin llegamos a Puerto Villamil. Puerto Ayora era una verdadera metrópoli en comparación con esta población. Muy a lo lejos se miraba la cúspide del volcán Alcedo, uno de los picos más altos del lugar. Según me enteré después, a pesar de su pequeña extensión, en la mayor de las Galápagos todavía hay lugares vírgenes, donde algunos exploradores se han perdido. Pero bien, eso no tendría que tener nada de raro en un archipiélago en el que cada día se descubren nuevas especies animales.

Al primer lugar que nos llevaron fue a un estuario pantanoso casi seco donde solían reunirse bandadas de ñandús rosados. Bueno, según explicó el guía que nos esperaba, eso era en el pasado, pero con los cambios climáticos ahora eran pocos los que llegaban. Esa mañana había dos o tres dispersos en ese gran charco.

Llegamos a un reservorio de tortugas. Para hacer el recorrido, el grupo se dividió en dos: los hispanohablantes, a los que se nos unieron los pocos brasileños que iban en la excursión; y los que hablaban inglés y otras lenguas que no fueran latinas. Durante el recorrido, nos explicaron cómo llevaban a las tortugas al reservorio, cómo las cuidaban, como las apareaban y luego como domesticaban a las crías. Era importante aparear aquellas que fueran de la misma especie. Una visita muy interesante donde nos explicaron también cómo se alimentaban y cuáles eran los mecanismos biológicos con los que contaban para sobrevivir.

Saliendo del reservorio, nos dieron tiempo libre en la playa, una extraña playa gris, aunque para nosotros los guatemaltecos, no tanto, porque nuestro litoral Pacífico está bordeado de estas playas de origen volcánico. Aproveché el poco tiempo que tuvimos libres para darme un chapuzón en el agua salina y recorrer la orilla tomando algunas fotografías. A la hora convenida, nos llevaron a almorzar a un sencillo comedor, en una mesa dispuesta casi al aire libre, con un techo de palma sostenido por cuatro parales. El menú consistía en un plato a base de frutos de mar, bastante sabroso, y el típico arroz chaclo servido en bastedad y que solo de verlo me mareaba, luego de que en Quito había comido un plato bastante prodigioso que me había quitado el deseo de comer más chaclo en el resto de mi vida.

Por la tarde, hicimos otro paseo más en lancha, en un paraje apartado, donde se dio un tiempo estipulado para que quienes desearan hicieran un poco de snorkel. Aunque no me decidí a meterme al agua, me pareció admirable ver cómo pasaban nadando las tortugas marinas cerca del bote en el que íbamos. Luego, nos llevaron a ver pingüinos a una de las orillas. Estas especies son más pequeñas que sus familiares de la Antártida, y logran sobrevivir en plena zona tórrida gracias a la corriente Von Humboldt. No tardé en manifestarle mi interés por la fauna de aquel lugar al guía, razón por la cual, con un semblante animado, me dijo que cualquier persona extranjera que deseara trabajar como voluntario en el archipiélago, podía hacerlo, y que los guardabosques y las autoridades del parque se encargaban de capacitar a las personas que estuvieran dispuestas a entregar su vida al cuidado de esas islas.

A eso de las tres de la tarde, embarcamos de nuevo para regresar a la isla de Santa Cruz. El viaje de retorno fue mucho más placentero que el de la mañana, principalmente cuando el Sol comenzó a ponerse. El mar comenzó a reflejar unas ráfagas brillantes que herían levemente a las pupilas, pero viéndolas en su conjunto, le daban un brillo especial que invitaba a sumergirse en él, como si sus aguas fueran cálidos fluidos amnióticos en los que el cuerpo podía mecerse eternamente con la inercia de quien solo se deja llevar. Ya cuando comenzaba a oscurecerse, el barco se detuvo y uno de los muchachos sacó combustible para abastecer el vehículo. De nuevo vi angustia en el rostro de algunos, pero yo sabía que todo aquello era una tontería. Prefería seguir embebido del mar anaranjado, creyéndome quizá que era un náufrago de La balsa de medusa, ese hermoso cuadro de Théodore de Géricault, cuya composición, cuyos contrastes de luz y sombra, me impactaba como si lo mirara por primera vez siempre que lo apreciaba.

Llegamos al muelle a eso de las seis y media de la tarde. Fui a darme un baño y salí a comer una cena ligera. Esa noche me acosté temprano, pues al otro día, tenía que salir a la isla de Baltra, donde tomaría el avión que me llevaría a la ciudad de Guayaquil.

A las siete de la mañana del día siguiente, estaba ya en pie con mis maletas, listo para cancelar los pendientes que tuviera en el hotel. Pedí un taxi que me llevó a la estación de buses, donde abordé uno que me llevaría de Puerto Ayora hasta el canal de Itabaca. Todavía tuve que esperar un buen rato, a que llegara la lancha pública antes de pasar a Baltra. Aproveché para ver por última vez aquellas islas que, sin duda, en mi vida volvería a ver. Luego, atravesé el canal y me dirigí al aeropuerto. La aventura había terminado. La próxima parada era la ciudad de Guayaquil y de allí me movería para Cuenca. Despedirse de aquellas tierras era triste, pero presentía que mi vida se había enriquecido mucho en apenas aquellos tres días. Incluso, ni yo mismo pude darme cuenta del impacto que provocó en mí la visita de aquellas extrañas islas. Lo supe hasta que comencé a experimentar la nostalgia del lugar, una vez en casa. Mientras tanto, esa mañana esperaba con paciencia el vuelo que me devolvería al continente.

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1 Respuesta a "Bitácora de un aventurero. Tres días inolvidables en las Galápagos (III)"

  1. Oscar dice:

    Claro que la vida se va enriqueciendo con este tipo de experiencias. Muy cálida narración, saludos, Leo.

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