De perversiones y otros demonios


LeoInstinto y razón expresados en grado superlativo se contrastan en escena para mostrar los extremos convulsos en que degeneran estos polos. Réquiem para dos pervertidos y una muñeca de trapo es una metáfora de la humanidad completa, atrapada en sus compulsivas obsesiones gracias a las cuales puede llenar el vacío, la soledad y el sinsentido de la existencia. Al mismo tiempo es una alegoría de la sociedad decadente, perdida en la orfandad de sus propios impulsos destructivos, entrampada en sus miserias y condenada a repetirlas hasta el infinito, como el absurdo castigo impuesto a Prometeo. Y en ese viaje circular y sin retorno no hay paliativos que detengan el proceso degenerativo al que nos condena la perversión del instinto y, principalmente, la perversión de la razón.

Esta prolija puesta en escena es dirigida por Luiz Tuchán a partir de textos de Fando y Lys, del dramaturgo español Fernando Arrabal, y se presenta en temporada de miércoles y jueves en el teatro Dick Smith, del IGA. Además de ser un interesante ensayo sobre la perversión -entiéndase como tal a la transgresión del orden natural de las cosas- y un inquietante espejo que cuestiona nuestro libre albedrío, es también un discurso poético hecho teatro en el que cada uno de los elementos cobra un valor semiótico difícil de ver en otros montajes.

Bajo una concepción completamente minimalista, la ambientación evoca un lugar incierto, perdido quizá en los recovecos de la misma mente. El juego de luces y las sombras proyectadas en el ciclorama contribuyen a crear esa atmósfera de misterio y angustia que servirá de marco a los acontecimientos tragicómicos que irán desfilando alrededor de las casi dos horas que dura la puesta en escena. En este enrarecido ambiente se mueven los dos personajes solitarios: Fando, interpretado por Brayan Medina Vaines, deja bien claro desde la escena inicial de la masturbación que representa el mundo de los instintos; y Namito, encarnado por Tuchán, nos muestra el mundo de la razón desde que arriba por primera vez al escenario envuelto en su propia aurea de absurdas elucubraciones. Aunque al principio parece imposible que exista algún tipo de comunicación entre ambos personajes, dada sus enormes diferencias, van creando un puente a medida que van desarrollando su propio universo pervertido. Son precisamente sus respectivas perversiones ese punto de encuentro donde se ven identificados.

Entre estos dos mundos, el de Fando parece ser el más inocente. Aunque este personaje es instinto y su conducta sintetiza todo lo que la sociedad reprime y condena, en su actitud salvaje es posible entrever una chispa de ese candor que acompaña el impulso vital de la juventud. Al contrario, Namito ha internalizado tanto el mundo de las reglas y del positivismo racionalista que termina por ser el más retorcido de los perversos porque su tara está revestida precisamente del condicionamiento cultural, es decir, de lo socialmente deseable, a tal punto que su posición es la del puritano fundamentalista que se vale de las herramientas de la razón para justificar sus propios prejuicios.

Salta a la vista, en ambos personajes, la situación de inmovilidad en la que se encuentran atrapados: Fando no puede escapar de Lys, su muñeca de trapo, a la que termina destruyendo de manera muy violenta en un afán desesperado de emanciparse. Además de ser la más exaltada, esta escena representa el clímax de toda la obra, valiéndose de un recurso arthudiano que consigue mantener en vilo la atención del espectador precisamente por lo bien medido de la locura del personaje, que sin ser excesivamente recargada lo sitúa en su punto exacto de verosimilitud. Pues bien, en esta escena, Fando destruye las entrañas de la muñeca y lo único que logra encontrar es un espejo que le permite reflejar su propia naturaleza retorcida.

Namito también está atrapado en la inmovilidad que le dictan las convenciones sociales. Está acompañado por una lechuza, símbolo de la sabiduría, a la que mantiene enjaulada porque si se le escapa la razón su vida se despeñaría. Pero enjaular el conocimiento también puede ser una forma de atrapar la creatividad. En este sentido, la razón y el conocimiento, en lugar de liberar, esclavizan y forman una gruesa costra de prejuicios que niegan la elemental esencia del ser. De ahí que tampoco sea raro que este personaje togado siempre lleve en mano un paraguas que usa como protección y que, al mismo tiempo, le sirve de trinchera desde la que ataca.

Una vez muerta Lys, Namito quiere ayudar a Fando a realizar el viaje a Tar, un lugar que se repite a lo largo de toda la obra y que, en cierta medida, representa el paraíso ideal que ha perdido el ser humano. Inicialmente, Fando añora llevar a Lys a Tar, pero solo consiguen dar vueltas en círculo para regresar al mismo lugar. La situación no mejora para Fando cuando emprende la marcha con Namito. En realidad, Tar es un sitio que está solo en la imaginación de los personajes, quienes sueñan algún día abandonar el lugar en el que están sin lograr conseguirlo. Esta inmovilidad recuerda, en mucho, al sentido de impotencia que Anton Chejov maneja en su drama Las tres hermanas.

Pero entre todos los signos, el más potente y sugerente es el de la silla de ruedas que funciona como carro en el que se transporta primero Lys y luego Fando. En realidad, Fando es incapaz de librarse de sí mismo. La silla de ruedas son las ataduras que le impiden volar y ser otro. Su perversión es parte de su naturaleza y, por más que quiera, no puede rehuirle porque a donde vaya ella irá consigo. Esto sin perder de vista que, para Arrabal, Fando siempre representó al prototipo de hombre lisiado e incompleto, dependiente emocionalmente, incapaz de proclamar su libertad.

Una anotación final para esta puesta en escena: a diferencia de otros montajes en los que el signo de la palabra toma un lugar tiránico en la pieza, en este caso existe un equilibrio orgánico entre las palabras y las acciones. Sin que el escenario cuente con todo el oropel naturalista de otras piezas, la acción sabe brillar y se sobrepone a la palabra. No es que haga falta texto; por el contrario, la puesta en escena es abundante en ese sentido, pero los diálogos son sencillos y ágiles, no se pierden en erudiciones y sirven como apoyo a las acciones. Esto, sumado a la adecuada gradación, permite que el tiempo vuele sin sentir el pesado tedio en los que se pueden perder otras puestas en escena.

Como es de esperarse en Guatemala, es lamentable que una propuesta tan intrépida y bien lograda sea tan poco apreciada, porque el público prefiere asistir al burdo espectáculo de entretenimiento y no a espacios abiertos a la reflexión. Aunque no soy amigo de los foros al finalizar la obra (porque la pieza debe hablar por sí misma), es justificable el punto de vista del director en un afán de reeducar ese público más reflexivo que se quedó perdido antes de que estallara el conflicto armado. De igual manera, creo que tuve la suerte de asistir a un foro en el que participó un público inteligente y que trató de rebasar las preguntas primarias de un espectador más simple. Quizá este sea el final más optimista que se pueda esperar de toda esta actividad.

¿Quién es Leo De Soulas?

¿Cuánto te gustó este artículo?

Califícalo.

0 / 5. 0


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

desplazarse a la parte superior