El árbol de Adán y la reconstrucción de la memoria


LeoLa primera idea que me sugirió el título El árbol de Adán fue una evocación cristiana hacia la cual alzamos los ojos para buscar nuestro propio origen. Luego de leer la novela del guatemalteco Gerardo Guinea Diez me doy cuenta de que mi dardo no estaba tan lejos de dar en el blanco. Aunque el tratamiento simbólico del título no hace referencia al mundo cristiano, se vale más de una sugerente imagen poética que nos invita a volver a nuestros propios orígenes.

Adán, un maestro de escuela guatemalteco que vive en una aldea recóndita de Quiché, ha desposado a una mujer indígena llamada María, con quien tuvo su familia. Cuando comienza el relato, tanto Adán como María no son más que fantasmas que viven en la cabeza de la voz lírica-narrativa que no solo nos cuenta la historia de su padre, sino la de su aldea, que fue arrasada por parte del ejército (con e minúscula) durante el conflicto armado.

En este sentido, El árbol de Adán es un título que puede leerse con diversos niveles de profundidad: el retorno al padre muerto es el retorno al terruño y también a las raíces de nuestra identidad, que, en el caso del personaje que cuenta la historia, se entiende como una experiencia dolorosa, pero necesaria.

Volver es necesario y también es una forma terapéutica de curarse del pasado, del trauma que significó ver cómo mataban a la familia, a los amigos, al pueblo, a la propia cultura. En esta novela pareciera que los acontecimientos no avanzan, más bien parecen girar alrededor del mismo tema. Sin embargo, ese conflicto interno que pareciera dar vueltas en la cabeza del narrador es expresado de una forma particularmente lírica que por momentos hace recordar a Juan Preciado en su retorno a Comala para encontrarse con el padre y se termina encontrando con un pueblo de muertos que representa su propio origen. ¿Quién podría olvidar esta magistral novela de Juan Rulfo titulada Pedro Páramo?

Pero El árbol de Adán, que en el contexto del relato de Guinea Diez es una frondosa ceiba al medio de la plaza, también nos lleva a recordar la cabeza decapitada de Hun-hunahpú, colocada en medio de un árbol por los señores de Xibalbá, cuyo chisguete es capaz de dejar encinta a la princesa Ixiquic y que nos recuerda esa capacidad de generar vida a partir de la muerte. Esta novela no es más que el monólogo interior del personaje que lucha consigo mismo y con su pasado para poder superar las pérdidas sufridas en su adolescencia.

Han pasado muchos años desde que ocurrieron los acontecimientos que se narran. El personaje, que en una suerte del destino logró salvarse de la masacre junto con su hermano, ahora vive exiliado en Boston, Massachussets. El hermano, a quien encontró en una situación de mendicidad apenas unos años atrás, perdió el sentido de la realidad a pesar de haber sobrevivido. Con la muerte de Alma, su joven esposa, perdió su propia alma; y así el autor va jugando entre palabras y alegorías mientras le cuenta al padre los hechos trágicos sucedidos la noche que llegaron los hombres con la voz de mando (los hombres del ejército) a separarlos en dos grupos, unos en la iglesia y otros en la escuela, para luego ejecutarlos.

A colación también sale el recuerdo de Lucía, su novia de adolescencia, que presencia todo junto a él, pero que no soporta ver la muerte de su propia gente y abandona su escondite en el bosque para ser atrapada, estuprada y asesinada como las otras mujeres del pueblo.

Además de presentar un conflicto consigo mismo, el narrador muestra el conflicto que tiene con su actual esposa, una extranjera a quien él prefiere llamar por su nombre español, Juana. Se queja ante el padre de ella porque, por más que lo quiera, ella jamás podrá comprender el dolor insuperable de la pérdida de sus seres amados. Tiene mucho que agradecerle por su preocupación y por acompañarlo a su tratamiento psiquiátrico, pero no termina de comprender que para liberarse de sus propios demonios necesita enfrentar de nuevo ese pasado y regresar al lugar de sus orígenes.

Con mucha ternura, el narrador se dirige a su padre como El Colgadito en alusión a que al padre lo cuelgan en la ceiba; asimismo se dirige a su madre como La Sentadita por haber sido muerta en su silla favorita al frente de su casa y desde donde ella puede contemplar eternamente al colgadito. El misterio y el amor que envuelve a estos personajes fantasmales hacen recordar, inevitablemente, al misterioso Alhajadito que se presenta en el universo onírico de Miguel Ángel Asturias.

Sin duda, El árbol de Adán es un intento poético de reconstruir la memoria de esta Guatemala rural que quedó hecha ceniza luego de la devastación que sufrió en el conflicto armado. Solo por este hecho es un texto que merece ser leído por los guatemaltecos, tanto los que perdieron la esperanza y quedaron destruidos como por los que ven con indiferencia los hechos sucedidos en el país en su historia más reciente.

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