El artista y el mercado de vanidades


LeoExiste un personaje caricaturesco y de conductas previsibles que va por el mundo tratando de mostrar la imagen de un trasnochado escritor que mata sus neuronas entre etílicos y opiáceos nocturnos. Estos personajes suelen tener el ego más inflado que el cuerpo de un rubicundo sapo mientras que, con elocuencia estudiada, alardean una alharaca de versos y citas textuales hurtadas caóticamente de obras literarias que la crítica ha calificado con el ostentoso título de “inmortales”. Retazos por aquí, retazos por allá, van y vienen textos mal hilvanados entre tragos que vuelan como luciérnagas gráciles en antros decadentes y tertulias desaliñadas. Suelen adoptar una actitud dramática de sino irreversible mientras exhiben trapos estrafalarios que, de no estar gastados a fuerza de tanto uso, podrían tener el brillo y pulimento de épocas doradas.

El egotismo de estos seres suele ser mucho mayor en comparación con las cuartillas que son capaces de producir, aunque se debe reconocer que, talvez por selección natural, algunos de ellos son muy prolíficos y hasta pueden rayar al límite de la genialidad. Pues bien, para ellos, la musa es una suerte de ángel mitológico al que hay que evocar en uno de esos momentos cargados de paroxismo emocional —inducido, la mayoría de veces, por alguna sustancia espirituosa capaz de alterar el estado de consciencia normal y prosaico que comparte con el homo vulgaris y corrientis—. Su talento es un don divino que se resiste a toda costa de ser educado: una especie de buen salvaje con arrebatos de inspiración demoniaca y descontrol neurótico.

Son estos egocéntricos, narcisistas y empavonados personajillos quienes relinchan, zapatean y berrean si un editor osa, como mínimo, dar un consejo; no digamos si hace alguna corrección en un texto que, desde su vanidad, está escrito en piedra. Más de una vez he escuchado a esta especie quejarse de editores que arruinan sus crías. Tampoco se puede negar que dentro del mercado editorial hay editores de editores, entre ellos los puristas; o bien, aquellos con un sentido del olfato tan delicado para volver una gran obra literaria en un negocio redondo. ¡De todo hay en la viña del Señor!

Pero el tema de los editores bien podría quedar para otro artículo o para otra caricatura, porque esta está dedicada exclusivamente a aquellos geniecillos malhumorados y con olor a rata de biblioteca que, en su fijación arrebolada hacia su obra, son incapaces de tomar una distancia crítica prudencial que le devuelva la cordura racional. Entonces, negarán cualquier corrección externa y la percibirán como una amenaza de un frustrado editor que en realidad actúa de esa manera porque, en el fondo, carece de las dotes para brillar como solo el escritor puede hacerlo.

Todas estas reflexiones surgen porque recientemente tuve la oportunidad de ver la cinta El editor de libros, dirigida por Michael Grandaje, basada en el libro Editor of Genius, de A. Scott Berg. Esta película está centrada en la vida del escritor Thomas Wolfe, que de ser un completo desconocido pasa a convertirse en un laureado narrador gracias al apoyo que recibe de su editor, Max Perkins, quien no solo descubre su talento y crea al escritor, sino también mueve desde las sombras los entresijos de la que esperan que sea la gran epopeya estadounidense. Aunque esta no es una película de abundantes y vertiginosas acciones, como suele ocurrir con el prototipo de materiales producidos por la industria cinematográfica comercial, se puede notar una sutileza de detalles y riqueza de emociones en su lento desarrollo.

Perkins, un cazatalentos que ha lanzado a escritores de la talla de Fitzgerald, Hemingway y Steinbeck, aplica con una estoica meticulosidad su trabajo. Su pluma es un bisturí riguroso que va diseccionando, capítulo tras capítulo, los textos de Wolfe hasta reducirlos a sus mínimas unidades de expresividad. El ego de Wolfe —cuyo carácter apasionado y desbordante, ávido por tragarse la vida de un bocado, contrasta con la pálida figura de Perkins— sin duda sufre una gran afrenta ante la actitud invasiva de su editor. Sin embargo y a pesar de todo, baja la guardia y cede. Sin que ambos se lo propongan, comienza a nacer una profunda relación de amistad que va más allá de la camaradería, casi como la de un padre que va despejando el camino para que su hijo vaya dando sus primeros pasos. Esta relación se cimienta tanto, que termina por afectar sus propias vidas personales, de modo que sus destinos quedan irremediablemente ligados hasta la prematura muerte del escritor; muerte que, además de haber ocurrido en la realidad, podría interpretarse como necesaria ya que solo muriendo el ego vanidoso y carnal es posible alcanzar la trascendencia.

Más allá de lo anecdótico, más allá de su realización, el mayor aporte de esta película se aprecia en la reivindicación que se hace de la muchas veces ninguneada figura del editor, quien desde la oscuridad de un gris anonimato, debajo de la lentejuela y detrás de los reflectores, realiza su labor desinteresada con paciencia y apasionamiento, aun sabiendo que las palmas y el reconocimiento nunca irán dirigidos hacia él. Por extensión, la película también es un homenaje a aquellas personas que trabajan silenciosamente detrás de las grandes realizaciones artísticas y que pasan inadvertidas por el público ante el eclipse fugaz que causan los protagonistas. Hablamos de los guionistas, los técnicos del espectáculo, los representantes artísticos, los publicistas, los directores de escena, los realizadores del cine, entre otros, quienes al final merecen compartir el mismo laurel de sus homólogos modelos, actores, escritores e intérpretes.

Para aquellas personas que en algún momento hemos desfilado por las pasarelas de la vanidad o por los jardines del Parnaso, creyéndonos grandes creadores, pensándonos como seres únicos y privilegiados, casi eructos de las divinidades, esta película termina siendo un sano recordatorio que debiera llevarnos a poner los pies sobre la tierra con la humildad del artesano, porque al final de cuentas, no debemos olvidar que el arte de mayor calibre en la historia surgió de los modestos talleres artesanales del período prerrenacentista. Cualquier ornamento que queramos poner en nuestra solapa no es más que un adorno banal que puede estropear hasta al mejor de los talentos.

¿Quién es Leo De Soulas?

¿Cuánto te gustó este artículo?

Califícalo.

0 / 5. 0


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

desplazarse a la parte superior